Deberíamos admitir como axioma irrefutable que los ciudadanos votamos generalmente en función de las expectativas y no por agradecimientos difusos debidos a ayudas transitorias o nostalgia del pasado. Sirve para todo, sean unos comicios o decisiones unilaterales, sobre todo cuando estamos en año electoral. Somos esclavos del presente aunque lo que nos inquiete sea el futuro. Cada día vemos algo que parece engordar el caos entendido como desbarajuste del orden. Así, aunque en muchos ambientes se perciba Barcelona como un paraíso del desconcierto, seguimos sin saber cuántas candidaturas concurrirán a las municipales de mayo próximo. Es como si se quisiera hacer realidad política aquello de cuantos más seamos, más reiremos. Un principio con el que disfrutan de forma especial los comunes, privadamente convencidos de que ganarán las municipales si se presenta Xavier Trías como candidato novedoso de Junts, porque puede restar votos a los republicanos.
Lo cotidiano apenas cuenta en estas circunstancias, por más que todos aspiremos a un estado de bienestar. Un ciudadano escribía el otro día una carta en un diario de ámbito nacional expresiva de la sensación de abandono. “No dudo --decía-- de la importancia que tiene renovar el Consejo General de Poder Judicial o la reforma del delito de sedición. Tampoco de la relevancia de la ley trans. Pero me he levantado esta madrugada y, como cada día, he abierto el grifo y no cae agua. En Lucena llevamos desde el verano padeciendo cortes nocturnos”. Esta es una realidad de la vida cotidiana que con tanta frecuencia se olvida en aras de otras aspiraciones llamadas generales que en realidad tienen solo interés electoral. Se ha hablado tanto del divorcio entre ERC y Junts que prácticamente lo único que permanece es la idea de unos de querer quedar tuertos para que el otro esté ciego. Y así se va construyendo un mundo aparentemente feliz, por más ficticio que sea. Hablar de ocurrencias es ya un ejercicio redundante. Lo que parece prevalecer es la teoría del chiringuito propio para ir tirando.
La antropología es una ciencia que siempre me atrajo. Nada que objetar, por lo tanto, a los antropólogos. Ahora bien, colocar uno al frente de una cosa que pomposamente se llama L’Energètica, empresa pública catalana que se dedicará a instalar placas solares en los edificios de la Administración autonómica, resulta cuando menos llamativo. Me cuesta creer que el Gobierno hubiera puesto a Juan Luis Arsuaga, el paleontólogo que dirige el yacimiento de Atapuerca, a relanzar la central nuclear de Santa María de Garoña, definitivamente cerrada hace cinco años. Después de todo, se encuentran relativamente cerca --apenas 75 kilómetros-- en la provincia de Burgos. En tiempos de crisis energética, todo es posible; y si viene de la Generalitat mucho más.
Todas las cosas tienen su explicación: Ferran Civit, que así se llama nuestro nuevo antropólogo de cabecera, es pareja de Meritxell Serret, politóloga y consejera de Acción Exterior del Govern, antes de Agricultura, Ganadería y Pesca. Que se pongan placas solares, aunque solo sea para el autoconsumo de la Generalitat, es algo que tendría que haberse empezado hace tiempo. Es una forma como cualquier otra de poder decir que somos renovables, verdes y modernos. Para completar la rocambolesca historia, se ha creado un consejo en el que todos los integrantes pertenecen a la Administración. Si además tenemos en cuenta la presión de la CUP en los asuntos ambientales, se cierra la cuadratura del círculo: la impresión es que estamos ante una operación de llenar huecos y acallar bocas: todo cabe en el pragmatismo de la suma.
Desconozco qué pensarán los ingenieros, que haberlos haylos y con experiencia acreditada en el sector energético. Eso sí: hay que pagarlos. Pero por no haber, tampoco parece que haya un plan de inversiones. Pero tranquilos: en su afán de pasar el rastrillo por todos los rincones políticos, Pere Aragonès, ha fichado como directora general de Cambio Climático a Mireia Boya, ex dirigente de la CUP (llegó a presidir su grupo Parlamentario); cual Heidi pirenaica, llegará para poner orden en tan sensible área, defender los pajarillos y preservar el paisaje de posibles aerogeneradores. El sueño es contar en L'Energètica con las minicentrales hidráulicas, dejando a un lado que esté por medio la Confederación Hidrográfica del Ebro, queden muchos años para acabar las concesiones, que el agua hay que turbinarla, mantener y reparar las instalaciones cuando sea preciso, además de evaluar el impacto que tienen en las arcas municipales donde se encuentran. Todo ello, sin duda, una ardua tarea antropológica.
Nada parece que se salve en este mundo de improvisaciones. Hasta las superillas de Barcelona parecen vivir tiempos de zozobra: para los ciudadanos que sufren las obras y para sus promotores. A estas alturas, su futuro tampoco está claro. Probablemente porque siendo en sí mismo un término polisémico, se han puesto en marcha sin un estudio previo detallado y sin monitorizar como afecta a la movilidad de las calles adyacentes. Obnubilados por una imagen bucólica y pastoril de una ciudad sin coches donde los niños puedan jugar alegremente por las calles, sus promotores se han tirado a la piscina orillando el impacto en aspectos como el reparto comercial, el transporte de enfermos, las ambulancias… El ayuntamiento prefiere entretenerse aprobando propuestas demagógicas e imposibles de cumplir, como la amnistía y la autodeterminación. Eso sí: arropado por esa especie de tripartito in pectore que conforman ERC, los comunes y Junts, tan del gusto del president para aprobar sus Presupuestos.