Como decía Blanche Dubois, la adorable perturbada mental de Un tranvía llamado deseo, uno siempre depende de la amabilidad de los extraños. Incluso en política, añadiría yo. Los españoles en general y los catalanes en particular sufrimos a unos gobernantes que a menudo nos producen vergüenza ajena, conduciéndonos a una autocrítica radical que hace muy poco por nuestra ya maltrecha autoestima. Cuando tienes que aguantar a diario a Pedro Sánchez, Pere Aragonès y sus respectivas oposiciones, llega un momento en el que tu espíritu se resiente y agradece un poco de ayuda exterior en forma de ineptitud gubernamental y chapuzas de tronío. Yo diría que los españoles nos conformamos con poco para levantarnos ligeramente el ánimo y llegar a esa lenitiva conclusión de que en todas partes cuecen habas. Ya sabemos que en Rusia manda un matón lamentable, que los saudíes han de tragar con un sujeto que descuartiza periodistas en sus delegaciones en el extranjero y que los ayatolas revientan a golpes a las mujeres a las que les asoma un poco el cabello bajo el velo, pero también es verdad que toda esa gentuza nos cae demasiado lejos como para que nos sirvan de consuelo frente a los fenómenos que controlan la actividad política española. En casos como el que nos ocupa, no hay como la proximidad. De ahí que agradezcamos tanto los sainetes que están representando últimamente los italianos y los británicos. ¿Mal de muchos, consuelo de tontos? Probablemente, pero a veces uno tiene que agarrarse a lo primero que encuentra para no caer en la desolación.
A la hora de levantar la moral de los españoles, los italianos siempre han sido un valor seguro. Tuvieron un dictador aún más ridículo que el nuestro y llevan desde la posguerra funcionando más o menos decentemente sin necesidad de un Gobierno responsable. Han ido a peor, ciertamente, pero eso es positivo para nuestros intereses: pasar de Giulio Andreotti a Silvio Berlusconi es, sin duda alguna, eso que los anglosajones definen como un all time low. Aguantaron a Berlusconi durante años, prácticamente sin chistar, pese a que el sujeto era un mangante, un corrupto y, prácticamente, una vergüenza nacional (aún recuerdo la cara de pasmo de Tony Blair cuando Il Cavaliere lo recibió con un pañuelo de pirata en la cabeza a lo Espartaco Santoni). Cuando parecía que por fin se habían librado de él, resulta que el hombre, convertido ya en su propia figura de cera del museo de Madame Tussaud, se integra en una coalición invencible junto a un cantamañanas de la Lega y una fan de Mussolini que llega a primera ministra pese a haberse retratado sosteniendo sendos melones a la altura de los pechos. La que se está liando en Italia antes de que estos tres fenómenos (Berlusconi, Salvini y Meloni) tomen literalmente el poder es un bálsamo para los españoles que tenemos que aguantar cada día las chorradas de Irene Montero, las argucias pro medro personal de Pedro Sánchez y las jeremiadas de Gabriel Rufián. Ante el panorama que se dibuja en Italia, más de un optimista puede llegar a decir aquello de ¡Coño, tampoco estamos tan mal!
Pero el país que más nos está ayudando últimamente a relativizar nuestra legendaria mala pata política es, sin duda alguna, el Reino Unido, que no da pie con bola desde lo del Brexit. Lo de una primera ministra que dura un mes y medio en el cargo solo lo superó Màxim Huerta con su fugaz paso por el Ministerio de Cultura español. Y lo de que Boris Johnson se plantee la posibilidad de volver a optar al cargo del que lo apearon a empujones ya es de traca. Teníamos a Inglaterra por un país serio y ahora vemos que, cuando se ponen, los británicos son capaces de llevar a la realidad lo que hasta ahora solo habían ensayado en la ficción con series como Yes, minister y Yes, prime minister. La única diferencia entre ingleses e italianos es que los primeros son plenamente conscientes de estar haciendo un ridículo sideral, mientras los segundos ni se alteran ante la perspectiva de tener de mandamás a una fiel devota de Il Duce, secundada además por dos sacamantecas como Berlusconi y Salvini.
Lo de los británicos es toda una cura de humildad. Se fueron de Europa dando un portazo, creyendo que el continente quedaba aislado, y no dan una desde entonces. Y cuando se sacan de la manga a una señora que aspira a ser la sucesora de Margaret Thatcher, resulta que se descuelga con unas medidas económicas que siembran el pánico en todo el país, irritan sobremanera al Banco de Inglaterra y provocan una caída en picado de la libra esterlina. La señora en cuestión, Liz Truss, en un acto de coherencia admirable dice un día que no dimite porque es una luchadora que no abandona y al siguiente presenta la dimisión, dando inicio a una pelea a cara de perro entre sus compañeros de partido para ver quién hereda su cargo (a destacar la hilarante solidaridad de Jeremy Hunt, que hace como que está de su parte cuando no ve la hora de soplarle el sillón).
Reconozco que no es bonito alegrarse por los desastres políticos de países vecinos, pero los españoles nos merecemos un respiro de vez en cuando, aunque solo sea para declamar la célebre jaculatoria Jesusito, Jesusito, que me quede como estoy. Cuando ya no puedes más de la ley trans, el sólo sí es sí (que alguien en Facebook sostenía que en Galicia debería cambiarse por depende) o la inminente independencia de Cataluña, se agradece echar la vista allende nuestras fronteras y disfrutar de una amabilidad de los extraños involuntaria, pero tan bien recibida como la que evocaba la pobre Blanche Dubois.