Dan qué pensar estas ceremonias fúnebres de personalidades distinguidas y que son seguidas por multitudes de seres anónimos que nunca llegaron a conocer al difunto.
Por no herir susceptibilidades –ya que no sensibilidades, que sería decir mucho—, por ahorrarme problemas y para mantener el tema en un nivel más o menos abstracto no me referiré a los cadáveres exquisitos españoles de los últimos años. Ni criticaré a mis compatriotas que se suben sobre los ataúdes para parecer más altos, mientras con rostro compungido cantan:
Est-ce qu’il respire encore,
Est-ce qu’il est dejà mort?
Me referiré solamente a los funerales de Lady Di (1997), del papa Wojtyla (2005) y de la reina Isabel II (2022), fenómenos que nos quedan más lejos y parecen menos emocionales, y que se han convertido en “el mayor espectáculo del mundo”, desplazando de tal distinción al circo, que desde que no tiene leones se ha visto reducido a un espectáculo de juegos malabares, propio de los semáforos.
A Diana Spencer, que era tan pánfila (bleda, en catalán) y que conculcó el código de discreción y silencio de la aristocracia, al que estaba obligada por cuna y por matrimonio, y se puso a hablar públicamente de cuernos, de si era feliz o no en su matrimonio y de otras majaderías del mismo nivel, la lloraron mil millones de simplones y la bautizaron como “princesa del pueblo”.
La agonía y muerte del papa Wojtyla, que tan decisivo fue en el colapso del sistema comunista en toda Europa Central y del Este, se elevaron –no sé si por voluntad propia; lo cierto es que a Juan Pablo II le gustaban las multitudes más que a un tonto un lápiz— al mayor acontecimiento obsceno de su época. Qué pena daba ver al anciano Papa, cada día más encorvado, arrastrándose, aferrado al báculo, ante las cámaras, hasta meterse como quien dice él mismo en el ataúd…
… ataúd sobre el que el camarlengo dio los preceptivos tres suaves golpes con un martillo de oro (para confirmar que Juan Pablo efectivamente se había ido y no se le iba a enterrar vivo), mientras siguiendo el ritual pronunciaba su nombre civil, una, dos y tres veces:
--Karol… Karol… Karol…
En mi vida he visto ni veré, pensé entonces, un ritual más exitoso y terrorífico.
Ahora, semanas atrás, durante los interminables funerales de la reina de Inglaterra, aquel alarde de uniformes rojos, de fastos emplumados, de semblantes graves y circunspectos, aquellas colas de 24 horas que formaban multitudes para pasar ante un ataúd reluciente ¿no hacían pensar, más que en un noble y sentido ritual, en un hormiguero pisado del que salen en todas direcciones las confusas y alarmadas hormigas corriendo en todas direcciones?
Si la coronación del rey Carlos III, que tendrá lugar en mayo o junio, alcanza audiencias parecidas, me tragaré mis palabras; pero ahora de momento pienso que es un signo de los tiempos que lo más grandioso y sensacional que sabemos organizar en el siglo XXI sean los grandes funerales.
Tiempos de acabamiento, tiempos de grandes, históricos funerales, que son el último capricho que se concede la vanidad antes de tener que reconocer la bancarrota.
Estaba yo el otro día desayunando en la cafetería de enfrente, y en el preciso momento en que me llevaba a la boca un churro, leí en los subtítulos de la tele: “El féretro se dirige a Windsor”
Y considerando lo que significaban para los camareros, para la Humanidad y para mí el luctuoso acontecimiento y las palabras que lo describían, las traduje, mientras mordía el churro, al lenguaje de la verdad desnuda: “Nada se dirige a ningún lugar”.