Ahora sí que se acabó la fiesta. Pasada la Diada y aunque quede por ver el aniversario del 1 de Octubre de 2017, podemos dar por inaugurada la Larga Marcha. Nada que ver con la retirada del Ejército Rojo de Mao Zedong, sino con la campaña electoral que se nos viene encima. Durante este tiempo, cuanto se haga no será ajeno a la batalla electoral. Acostumbrados a ver de todo, ya nada puede extrañarnos. No es una buena noticia con los tiempos que corren de negros augurios. Barcelona se presenta como una de las grandes batallas, sin saber aún cuántas candidaturas se ofertarán ni quien o quienes encabezarán algunas de ellas. Tendremos que seguir en modo de espera, como si fuera una maldición, porque una candidatura se define también por sus adversarios.
Frente a una actitud afirmativa de los Comunes, pese a la existencia de cierta percepción de agotamiento de su posición dominante, la abstención en las municipales será el enemigo a batir por quienes desean acabar con la era Colau. En 2019, a la alcaldesa le respaldaron 156.000 electores, con una participación del 66%, cosa que explica un posicionamiento que responde a una voluntad de ganar y obtener el máximo galardón en la carrera electoral. Sus esfuerzos se concentran en los votantes propios: una tropa fiel y disciplinada frente a una oposición desgarbada y fragmentada que puede dar lugar a pactos diversos y cruzados. Esa circunstancia, acompañada de un previsible descenso de la participación, puede encumbrarla al primer puesto, con lo que eso supone dado el sistema electoral municipal. Su foco está fijado casi exclusivamente en los simpatizantes y militantes propios, una estrategia adecuada desde el punto de vista de la gestión temporal de una campaña, porque asegura un elevado nivel de fidelidad de los más cercanos.
Cuando algo va bien, como era el caso de la capital catalana, es incomprensible el empeño de cambiarla. Quizá porque más que alterar la ciudad, los Comunes estén empeñados en cambiar nuestros hábitos, un cambio mental en los ciudadanos sin atender a sus necesidades reales y aspiraciones fundamentales. Se trata de una suerte de Revolución Cultural, inspirada en aquello de Arthur Rimbaud de “cambiar la vida, transformar la sociedad” que se popularizó en el mayo parisino de 1968. El problema es que se han quedado con la primera parte del enunciado y prescindido de la segunda: lo único que parece inquietar es el ejercicio del poder e insertar en la administración, empresas e instituciones públicas a su muchachada.
Conviene no llamarse a engaño. La posición de los Comunes es sólida y adaptada a una situación anómica: en el Ayuntamiento no hay gobierno pero tampoco oposición. Se ha consolidado la percepción de que existe un gobierno de coalición que ha pasado a tener mayor visibilidad, para mayor desgaste de la componente socialista. Y ello a pesar los tibios esfuerzos de Jaume Collboni, candidato in péctore del PSC, por distanciarse de su socia principal y abandonar la zona de penumbra en donde había encontrado su espacio de confort. Hasta ahora, es como si estuviese encantado de haberse conocido y fuese feliz siendo primer teniente de alcalde: incapaz de proyectar un aliento estratégico claro, no acaba de transmitir una voluntad decidida de ganar las elecciones. Encima, persiste una imagen de candidato inviable y a la espera de lo que decida el mandarín de La Moncloa, preocupado por el futuro gobierno de las principales ciudades españolas, con Barcelona como uno de los bastiones fundamentales. Cuanto hace, repercute positivamente en Ada Colau, tanto como impacta negativamente en él como colaborador necesario de lo que hace ella.
Es complejo competir electoralmente formando parte de una coalición. Los Comunes apuestan claramente por acuerdos con ERC o PSC, incluso por ambos con un tripartito de izquierda, un escenario en el que podría decirse que a Ernest Maragall le sobra Jaume Collboni, mientras que a este le sobra aquel. Pero a Ada Colau no le sobra ninguno de los dos, cosa que le da cierta tranquilidad estratégica: lo que cuenta es el poder del imperio municipal. Para mayor inri, al margen de los problemas de suciedad, movilidad, vivienda… que se detectan en la ciudad, los socialistas han asumido en esa “coalición” algunas áreas delicadas, como puede ser la seguridad ciudadana. De otro lado, las aparentemente buenas relaciones de su candidato con el mundo empresarial constituyen un dato positivo pero pueden resultar negativas si no se complementan con una atención clara a los sectores que tradicionalmente apoyaban al PSC.
Cuando el futuro es tan incierto y el presente se escurre entre los dedos vertiginosamente, cobra vida la tentación de buscar refugio en el pasado. La idea de estigmatizar a las empresas tiene ecos incluso en Pedro Sánchez, sobre todo cuando habla de “los poderosos” o “los poderes ocultos”, incluida esa especie de disfunción cognitiva que es la “clase media trabajadora”. Por su parte, los Comunes multiplican sus ataques con constantes referencias a supuestos lobbies y empresas multinacionales: no tardaremos mucho en ver como se personalizan estos ataques con nombre y apellido. Poco importa quién hace seguidismo de quién. Tal vez ni conozcan ni recuerden, por cuestión de edad y cultura histórica, pero al final, pueden acabar recuperando “La joven guardia”, el himno de las juventudes comunistas desde principios del siglo pasado, para acabar cantado aquello de “...que esté en guardia, el burgués insaciable y cruel. Joven guardia, no le des paz ni cuartel”. Un canto clásico mutado en versión posmoderna y mediterránea del populismo.