Jordi Clos cruza el Rubicón. No presenta la tortuga militar de Julio en las crónicas de Cicerón, pero lanza una declaración de intenciones: “Barcelona es una de las ciudades más sucias de Europa”. El Gremio de Hoteleros, el primer indicador económico y privado de Barcelona, se adapta a los tiempos con una crecida de costes imposible de repercutir sobre los precios finales. El sector ha recuperado el ritmo de antes de la pandemia, pero el entorno de grafitis y edificios amarillos desconchados afea el conjunto; la sensación de abandono concuerda con el 30% menos de la actividad limpiadora, reconocida por el ayuntamiento. Desgraciadamente, la ciudad ha rescatado el color de gos com fuig.
Ya no entramos por la vista, pero seguimos amando el turismo: el 85% de los barceloneses están a favor de promocionar el sector, según el último CEO de la Generalitat. Añadamos esta constante: el turismo significa el 13% del PIB de la ciudad. El Gremio de Hoteles es un motor de cuatro tiempos; se mueve con elegancia y robustez, como aquellas motos Sanglas, creadas por los hermanos Javier y Martín Sanglas, sobre una herencia textil en retirada. Jordi Clos pertenece a la estirpe de ciudad maragalliana: colaboración público-privada, convirtiendo a los contrincantes en agudos concomitantes.
No duraríamos mucho sin la terraza del Hotel Claris; perderíamos de vista el jardín del Alma y, al paso que vamos, también lamentaríamos el cierre de nuestros hoteles-boutique, situados en el Raval o distribuidos por el Eixample. Una Barcelona sin terrazas o sin espacios verdes en la entraña de sus manzanas, es como un navío sin estandarte. Sin estrella, pero con rumbo, porque de eso si que hay y se llama “la ciudad de los vecinos”, es decir la urbe abandonada a su suerte a cambio de una pax romana o paz de los cementerios. Los apretujones paelleros de la Barceloneta no pueden ser la divisa, cuando solo son un símbolo de abandono del último reducto de una civilización que un día renunció al turismo de calidad, lo contrario de las herencias Médicis o Sforza y lo opuesto a las urbes janseáticas del Báltico, como Hamburgo o la enigmática Dresden.
La calidad de las ciudades se mide en sus hoteles. Su potencia pertenece al exclusivo mundo de los mecenas, los que defienden bastiones, a costa de su bolsillo. Jordi Clos es precisamente esto; él preside el Museo Egiptológico, como Albert Folch Rusiñol defendió el arqueológico. Las colecciones privadas y las salas de arte fijan a los visitantes que no se limitan a bajar del crucero por la mañana y dormir en el camarote por la noche; no basta con almorzar en un Guía Michelín y volver al apartamento de la costa, cuando anochece.
En nuestros hoteles hay precios para todos los gustos. Pero mientras, nuestra capital flojea, la Baja Sajonia presume de ser patrimonio de la Unesco y la costa del Tirreno, el mar de los romanos, resplandece en Pisa, Lucca o Siena, ciudades que han acabado con la herrumbre de antaño. Pierre Lotí, aventurero y escritor, descubrió la limpieza en el mausoleo de su amada, Aziyadé, a la que dedicó su Madamme Crisantemo, antes de convertirse en la Butterfly de Puccini.
Jordi Clos, presidente de Derby Hoteles, es como su ciudad: “archivo de cortesía”. No quiere mediar en la imposible sociovergencia del dúo Trias-Collboni. Solo pide presencia además de potencia. Nadie exige trasladar a la Plaza de Catalunya, la puerta de los Uffici, con sus melodramáticos desmayos turísticos. Pero me pregunto: ¿por qué estamos tan lejos de Florencia?