De la misma manera que estoy en contra de la violencia doméstica, que suele cebarse en las mujeres y los niños, también lo estoy de la ejercida contra los animales de estar por casa (básicamente, los perros, pues juraría que los gatos desaparecen a la primera bofetada). En ese sentido, me parecen bien las leyes que se están preparando para defender a los chuchos que han caído en manos de gente poco recomendable (suelen ser hombres) e incluso que se pretenda introducir, en casos de divorcio, el maltrato animal para alejar al maltratador canino de sus propios hijos, pues alguien capaz de emprenderla con un can yo diría que tiene más posibilidades de portarse mal con sus vástagos. Sí, hay el riesgo de que ciertas mujeres malas (que existen, pese a lo que crean Irene Montero y el nuevo feminismo) se inventen que el marido aporreaba al perro de la familia para jorobarle la existencia, pero, en cualquier caso, eso ya se dirimiría en el juicio.
Me caen bien los perros y si no tengo ninguno es porque soy un inútil a cuyo chucho le estallaría la vejiga varias veces al día esperando que me acordara de sacarlo a pasear (tampoco tengo plantas porque se me morirían por falta de riego). Una vez reconocido este molesto rasgo de carácter, diré que suelo disfrutar de los perros ajenos y que los considero unos seres admirables. Hay que ver el jugo que le sacan a ese cerebrito que Dios les ha dado. A diferencia del resto de animales, se han apañado para llevarse bien con los humanos e intercambiar cierto cariño con ellos. No dan conversación, pero a su manera se comunican, no como otros bichos, que ni se molestan en reconocer tu presencia y de los que no se puede esperar ninguna clase de interactuación. No negaré que pueda haber en su actitud algo de interés, pues han visto que con los humanos se come, no se pasa frío y, aunque te lleven atado a una correa, que siempre resulta un pelín humillante, se sale a la calle con cierta frecuencia. Eso sí, hay que cumplir algunas reglas básicas, como no morder a los niños, por irritantes que resulten los pequeños mostrencos, pues como le pegues un bocado a alguno, te llevan al veterinario y adiós muy buenas. Es una vida un tanto servil, según ciertos románticos, pero la verdad es que la vida del perro callejero no es ninguna ganga: te tienes que buscar el sustento en la basura, te mojas cuando llueve, pasas más frío que un tonto en invierno y tampoco follas cuando quieres, pues si te acercas a una hembra que no está en celo, igual te llevas un mordisco. Creo que el perro doméstico, si se lo monta medianamente bien, puede pegarse la vida padre y me parece bien que así sea.
Pero hay un detalle en la vida del perrete al que me parece que no le concedemos la importancia necesaria. Me refiero a la molesta costumbre de caparlos para que no se pongan pesaditos. Lo hace gente que adora a los animales, pero a la que se le antoja lo más normal del mundo emascular a su querido perro. Aunque yo no disponga de chucho alguno, creo que al perrete hay que acogerlo tal como sale de fábrica; es decir, con sus testículos. Y si el bicho va todo el día caliente y se pone a hacer cosas raras con las patas de las sillas o las piernas del humano más cercano, pues paciencia. Si eso te incomoda, cómprate un peluche que ni sienta ni padezca. Y, sin embargo, lo de capar al perro está a la orden del día, y no hay muchos dueños que lo consideren, como yo, un ataque fundamental a sus derechos y a su integridad física.
Recuerdo que, en cierta ocasión, estuve en una reunión campestre a la que algunos invitados acudieron con su chucho. Una perra de un amigo mostró interés por el perro de una amiga y me entristeció mucho ver la cara que ponía el perro al que se intentaban ligar mientras se hacía el huidizo y miraba a la perra con cara de estar pensando: “Chica, me encantaría echarte un polvo, pero me han cortado los huevos. Reconozco que me tratan bien y estoy a gusto en casa, pero lo de que te capen te aseguro que no tiene maldita la gracia”. Poco después, tuve un peculiar sueño en el que, extrapolando la situación observada en el reino animal, aparecían tres señoras sentadas en un sofá, riendo entre ellas, mientras a un par de metros, leyendo el periódico en un sillón con aire melancólico, había un señor casado con una de ellas. Su mujer les contaba a las amigas que desde que lo había llevado al médico para que lo caparan, la vida resultaba mucho más agradable y tranquila en el domicilio conyugal. “Antes lo tenía encima todo el día, tratando de meterme su cosa por todos mis orificios naturales, y ahora, miradle que pulcro y tranquilito que se le ve”, informaba la señora a sus amigas. Y me desperté cuando todas estallaban en un ataque de hilaridad incontenible. Sé que es un sueño machista, pero no puedo evitar sentir cierta solidaridad con los perros capados. La idea de castrar al marido puede parecer un delirio, pero no estoy muy seguro de lo que piensa Irene Montero al respecto.
Bienvenidas sean, pues, todas las medidas encaminadas a mejorar la existencia del perro doméstico. Pero creo que el espinoso tema de la castración debería ser abordado con urgencia y, a ser posible, prohibirla. Mis difuntos padres nunca tuvieron el detalle de cruzar al perro de la familia, un bicho que, tal vez por eso, era un tanto neurótico y tenía momentos en los que exhibía cierto mal carácter, pero no llegaron nunca al extremo de caparlo. Me sorprende que haya tanto amigo de los perros que encuentre la castración del bicho lo más normal del mundo. E insisto: si no quieres molestias, cómprate un periquito o un oso de peluche.