Jean-François Rével, en su afán por desenmascarar las vergüenzas de los socialistas franceses y sobre todo de Mitterrand, escribió hace poco más de 30 años que “los socialistas tienen una idea tan alta de su propia moralidad que, al oírlos, uno casi creería que, cuando se entregan a la corrupción, no es que su virtud quede empañada por haber sucumbido a la tentación, sino que, por el contrario, lo que ocurre es que vuelven honrada tal corrupción”. Esta reflexión podía haber sido escrita esta misma semana, vista la exculpatoria y masiva reacción de políticos y periodistas afines al PSOE, ante la sentencia que condena la gestión del, por entonces, consejero Griñán en el caso ERE.
Asombra la escasa credibilidad que otorgan los políticos a la justicia cuando el fallo no los exime del delito cometido. Es difícil que el autoritarismo no cale entre buena parte de la ciudadanía española cuando se constata que ahora los socialistas –antes los populares y no hace mucho los nacionalistas— exigen sentencias exculpatorias por haber hecho un Robin Hood o un Carlos III: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
El reformismo borbónico de Carlos III fue reivindicado por Felipe González y cía en 1987 por su vertiente reformista indígena, que les permitió abandonar el incómodo marxismo y declararse herederos de una España que podía haber sido y no fue. Ahora, los políticos actuales han vuelto a hacer suyo el reformismo borbónico, pero no por la originalidad del fracasado cambio hispano sino por la práctica absolutista de decidir en nombre de todos.
En ese sentido, hoy no hay nada más borbónico que los nacionalismos, periféricos o centrales, y sus socios del PSOE que tienen la osadía de negociar en nombre del Pueblo correspondiente con el apoyo de apenas el 30% del electorado. Es el retorno del “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Es tal el populismo de sus señorías que tienen el descaro de sentarse a negociar la supresión de la judicialización de la política (sic), y de paso reducir a la carta el delito de sedición y rebelión.
Las señorías consideran, tal y como ocurría en tiempos del reformismo borbónico y más siglos atrás, que la justicia no ha de entorpecer sus actos corruptos o deshonestos, amparándose en una singular concepción amplificadora de la representación electoral. Una vez más, los socialistas no solo sucumben a la tentación de legislar al antojo de unos pocos, sino que quieren que veamos lógica y acertada la negociación con ellos.
El primer colmo de este desaguisado antidemocrático es el delirio de la consellera de Presidencia del Govern cuando afirma, sin sonrojo alguno, que “tenemos al Estado sentado en la mesa de negociación de igual a igual” (sic). ¿En qué planeta vive la señora Vilagrà? ¿Cuál es la enjundia de Bolaños y su séquito que no han salido para desmentir tamaño despropósito mental? El segundo colmo es que acuerden proteger aún más al catalán, negándose a reconocer que los derechos a defender son los de los individuos, no los de las lenguas ni de los territorios. ¿En qué mundo jurídico viven estos negociadores?
En fin, comienza el verano político con un Gobierno que no distingue entre corrupción y gestión, entre comunidad autónoma y Estado, entre individuo y territorio, entre ser y estar. Con esta manifiesta incapacidad gubernativa, la demagogia populista tiene campo libre para difundir sus simplezas nacionalistas, sea realizando adelantamientos por la izquierda o por la derecha, tanto da, si persisten en hacerlos sobre línea continua y con cambios de rasante a la vista. Negociar con conductores temerarios conlleva algo más que riesgo, es asumir el delito como forma de gobierno.