La política es como un sortilegio de magia negra, capaz de predicar una cosa y aceptar a continuación, sin problemas, la opuesta. Cuando se consumó la Revolución Rusa, ese asalto contra el poder zarista que desde el primer día replicó, superándolo enseguida, el absolutismo de la dinastía de los Romanov, una de las consignas (propagandísticas) que tuvieron mayor fortuna fue la que defendía entregar todo el poder a los soviets. Una suerte de manifiesto (sin principios) que, con la coartada de dar el mando a las asambleas populares formadas por los proletarios y los campesinos, activó la depuración (indiscriminada) de las instituciones del régimen zarista en beneficio de la nueva dictadura de las masas.
Su enunciación ocultaba una gigantesca mentira: se pueden cambiar las jerarquías sin usar la violencia política. La muerte, el sectarismo y la tortura no tardaron en manifestarse porque la tiranía, en cualquiera de sus formas, debido a su naturaleza, necesita imponerse a través de métodos violentos. Quienes terminaron encarnando a los desheredados no fueron gente de dicha condición, sino la nomenclatura soviética, encabezada por un Lenin que primero vivió en Europa de las remesas de dinero de su madre y, después, del fondo de reptiles de los alemanes. Hasta que cobró del Estado creado a su capricho, igual que cualquier dios mortal.
Con frecuencia tiende a confundirse la tiranía –que es, sobre todo, el tirano– con el despotismo. No son lo mismo, igual que no existen dos palabras exactas. Aristóteles diferenciaba entre estas dos desviaciones en el ejercicio del poder absoluto, de la misma manera que desligaba –al contrario de lo que entienden los profetas asamblearios– la rectitud o la corrupción del número de gobernantes que reinen y de la forma a la que recurran para alcanzar y conservar la cúspide. Existen déspotas perfectamente democráticos (en lo formal) aunque desprecien el interés general y aniquilen la libertad crítica de las minorías.
Ninguna mayoría, como por otra parte dejó establecido Borges, es infalible, sino una forma de abuso (interesado) de la estadística. Básicamente, una tiranía se distingue por tres rasgos. Primero: el poder ambiciona únicamente su provecho, no el bien de sus súbditos. Segunda: en consecuencia, toma decisiones contra el interés general porque prevalece el particular. Y tres: el gobierno viola las leyes y anula la justicia, aunque se sirva de ambas para sus fines.
La forma de gobernar de los autócratas siempre es diferente porque no existen dos hombres idénticos. Un padre puede llegar a ser despótico con sus vástagos –dice Aristóteles– pero únicamente se convertirá en un tirano cuando los trate como si fueran siervos y esclavos. Esta idea permite contemplar, desde otra perspectiva, la huida (no se sabe aún si hacia adelante) en la que está ocupado Pedro Sánchez, el Gran Insomne, desde hace un mes, cuando las elecciones en Andalucía mostraron el ocaso de su baraka y situaron las preferencias electorales mayoritarias en un difuso, pero en apariencia fecundo, centro político.
Desde entonces, en la Moncloa se vive pendiente de la voluntad de Sánchez, convertido –sobre todo para los suyos– en una suerte de tirano in fieri. El presidente ha llenado su agenda de actos institucionales en distintos territorios –en apenas unos días ha estado en Extremadura, Valencia, Burgos– y consuma una purga interna en Ferraz que pretende frenar su erosión política. Si tras la derrota de las regionales de Madrid depuró a su gobierno, el batacazo en Andalucía ha precipitado una razzia en el PSOE. La equivalencia entre ambas decisiones, más que coherencia, muestra una mentalidad que es, sin duda, absolutista.
El presidente del Ejecutivo tiene la competencia legal de nombrar o destituir a su equipo, pero desde el punto de vista jurídico carece de idéntico poder en su partido. Que confunda el mando institucional con la democracia orgánica es grave. También lo es que, en esta nueva alineación diseñada para afrontar los agónicos próximos 10 meses, que es el tiempo que queda para las municipales (y probablemente para las generales), figuren ministros que no van a dejar de serlo. Sánchez ha convertido a un partido histórico en una organización unipersonal, tras ser entronizado por sus bases en primarias. La nomenclatura se impone a la opinión de los soviets (socialistas), a los que solo queda refrendar las órdenes de la cúspide.
“Relaciones diferentes inducen formas de mando distintas”, observa Aristóteles. Sánchez conquistó el trono de Ferraz por su condición –primero– de marioneta de Susana Díaz y, más tarde, de outsider ante la vieja guardia de los patriarcas del PSOE. De aquella épica ya no queda nada. Dirigió la proa del partido hacia el populismo –el acto primero fue con Podemos; el segundo, con los independentistas– e instauró un modelo de mando patrimonial, desinhibido y arbitrario. Ninguno de los que le acompañaron en sus inicios –salvo él– sigue a su lado. Su devenir político no es muy diferente al de Pablo Iglesias, instigador de las purgas que convirtieron la primera foto de Vistalegre en un recuerdo de la memoria histórica.
El fenómeno es universal y recurrente: un gobernante puede conquistar el poder mediante fórmulas democráticas y, acto seguido, incurrir en un despotismo de primer grado para instalarse en la tiranía. Semejante degeneración implica corrupción moral y disidentes crecientes en sus filas. El primer síntoma de esta enfermedad, la hybris, exige mudar a la tripulación del barco. Termina cuando la marinería, hastiada del egoísmo y la ingratitud que en su momento celebraron, decide tirar al capitán por la borda. It won’t be long.