Los comentarios de Jordi Llovet sobre la trayectoria académica de Laura Borràs que tanto revuelo han levantado son inquietantes, pero no solo por la relevancia política de la afectada, sino también por lo que traslucen con respecto al sistema de acceso a la carrera docente e investigadora en nuestras universidades.
Quienes conocemos las dinámicas internas sabemos que esta es la clave de todo: el modo en que salen a concurso público las plazas. Especialmente, las plazas más estables. Me refiero a las de funcionario (titularidades y cátedras), laboral indefinido (agregadurías) y temporal con dedicación exclusiva (lectorados). Cabe matizar que, en Cataluña, estas últimas figuras contractuales tienen, como sucede en el País Vasco, una denominación diferente de la que se observa en el resto de España donde los agregados son contratados doctores y los lectores, ayudantes doctores. El motivo: la permanente obsesión de los nacionalistas por marcar perfil propio, por más que esto no haga más que generar confusión y las denominaciones (agregado y lector) sean realmente desafortunadas. Lo de profesor lector es de traca.
Así las cosas, los departamentos universitarios tienen la potestad de abrir o no los concursos de profesorado, de acotar los perfiles y los méritos que se tendrán en cuenta, y de nombrar a alguno de los miembros de las comisiones evaluadoras. En otras palabras, la pulcritud de estos concursos dependerá de cómo se conduzcan quienes estén al frente de los departamentos en cuestión porque, por ejemplo, nada les impide esperar a que el candidato “de la casa” (expresión de uso muy común) esté en condiciones de concurrir, o fijar un perfil que limite claramente la competencia a la que este candidato tenga que enfrentarse, por más que después ese perfil no necesariamente condicione la docencia que haya de impartir.
Todos hemos presenciado y/o vivido experiencias realmente caciquiles en este sentido. Pero alzar la voz, como suele suceder en tantos ámbitos, puede ser interpretado por no pocos como síntoma de que nos encontramos ante eso que con frecuencia se denomina “una persona conflictiva”. Bien se sabe que lo del criterio propio en entornos tradicionalmente clientelares, para colmo aderezados con lógicas nacionalistas, no ayuda precisamente a la promoción profesional. Uno puede acabar con dos sambenitos: conflictivo y facha.
Sería, por tanto, muy necesario adoptar medidas orientadas a revertir estas prácticas, perfilando fórmulas que fomenten la meritocracia en nuestras universidades, si es que coincidimos en que esto es lo deseable. Pero ¿hacia dónde se encaminan realmente las políticas actuales?
Lo de Cataluña hace tiempo que superó todo lo imaginable. Con una consejera de Investigación y Universidades, profesora de Derecho, que afirma sin ningún rubor (en la apertura del curso académico de la UAB) que tres países fundadores de la Unión Europea han dictaminado que Puigdemont no ha cometido ningún delito, que apoya abiertamente los pronunciamientos partidistas de claustros y rectores (por más que esto suponga una evidente vulneración de nuestra libertad ideológica), o nombra a un asesor sin titulación universitaria… ¿qué podemos esperar? Pues que la prioridad sean los delirios identitarios, no vaya a ser que florezca la discrepancia o se impartan muchas clases de español en los campus catalanes. Todo ello, conviene no olvidarlo, con los rectores en silencio o aplaudiendo este tipo de medidas de tanto calado intelectual y moral.
Obviamente, una espera otra cosa de las políticas del Gobierno de España, pero al leer el proyecto de ley orgánica del sistema universitario, ya publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales, solo cabe seguir refugiándose en la ironía.
Junto a la razonable apuesta, ya recogida en otras leyes anteriores, de incrementar considerablemente la plantilla del profesorado estable, se aprecian al menos dos indicadores que no van precisamente en la línea de reforzar la meritocracia.
Por un lado, el artículo 65.1 apunta que “se podrán establecer medidas de acción positiva en los concursos de acceso a plazas de personal docente e investigador funcionario y laboral para favorecer el acceso de las mujeres”. Y añade que, “a tal efecto, se podrán establecer reservas y preferencias en las condiciones de contratación de modo que, en igualdad de condiciones de idoneidad, tengan preferencia para ser contratadas las personas del sexo menos representado en el cuerpo docente o categoría de que se trate”. Estamos todas las profesoras muy satisfechas sabiendo que, como somos limitaditas, nos van a echar una mano para ir ascendiendo en la carrera profesional. Gracias.
Por otro lado, el artículo 69.1 prevé trasladar a las agencias de evaluación autonómicas la capacidad de otorgar las acreditaciones de méritos imprescindibles para poder presentarse a los concursos de funcionario (titularidades y cátedras) que hasta ahora solo expide la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y la Acreditación (Aneca). Es de todos sabido que cuanto más reducido sea el ámbito territorial donde se realizan las evaluaciones, menos clientelismo. ¡No digamos en lugares como Cataluña!
Todo ello en un contexto dominado por la “perspectiva de género” y por una deriva burocrática que nos han llevado a que, por ejemplo, se vea normal que nos pidan que en las bibliografías de las asignaturas figuren tantas mujeres como hombres (luego igual se va mirando un poco el contenido de los textos) o que los profesores tengamos que dejar constancia escrita de las tutorías con cada alumno (que luego será nuestra palabra contra la suya).
Y esto sin olvidar ocurrencias como valorar la calidad de un programa de Doctorado en función de las tesis que se defiendan dentro de unos plazos limitadísimos. Todos sabemos que cuanto menos tiempo para hacer algo bien, mucho mejor. Eso sí, que no falten unos cuantos informes intermedios de esos que solo lee quien los escribe.
Aunque nada como el aprobado por compensación. Es muy gratificante que venga un alumno a reclamar que le pongas un 3,5 porque a partir de esa nota ya puede permitirse suspender, que no pasa nada.
Un jaque en toda regla a la meritocracia. Y a la inteligencia.