Hace unos meses escribía sobre la intervención de nuestra Consejera de Universidades, Gemma Geis, en el acto de inauguración del presente curso académico en la Universitat Autònoma de Barcelona. Entonces afirmó, sin ningún rubor, siendo profesora agregada de Derecho Administrativo en la Universidad de Girona, que “ya son tres de los seis países fundadores de la Unión Europea los que han dictaminado que el Presidente Puigdemont no ha cometido ningún delito…”. ¡Cómo si realmente hubiera sido juzgado y absuelto en Alemania, Bélgica e Italia, cuando solo se ha tratado su extradición!

El pasado 6 de abril, en la sesión de control a los consejeros, la misma Geis afirmaba en el Parlament: “… hoy aquí quiero dar mi apoyo a los estudiantes de la Autónoma que han sido condenados por la quema de banderas porque esta sentencia del Tribunal Supremo va en contra de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y también quiero dar apoyo al Claustro de la Universitat Politècnica de Catalunya porque las universidades no pueden ser neutrales… han de cumplir una misión que es velar por los derechos y las libertades fundamentales, por la lengua catalana, por un sistema democrático. Y, por tanto, todo el apoyo al Claustro de la UPC porque no posicionarse ante la persecución del Tribunal de Cuentas al profesor Mas Colell es ir en contra de la propia misión de la Universidad…”

Lo de que las universidades no pueden ser neutrales --¡prefiero no comentar lo de que estén obligadas a defender a líderes políticos investigados por presuntos delitos!-- es una aberración jurídica que, gracias a diversas iniciativas de la plataforma Universitaris per la Convivència, ya han constatado diversos tribunales, que han condenado a varias universidades públicas catalanas por vulneración de los derechos fundamentales a la libertad ideológica, a la libertad de expresión y a la educación. Los claustrales en modo alguno han sido elegidos por sus ideas políticas y, por tanto, carecen de legitimidad para pronunciarse políticamente en nombre de todos los miembros de la comunidad universitaria. También el Defensor del Pueblo, a petición de la misma plataforma, ha recordado a los rectores catalanes que los órganos de gobierno de nuestras universidades han de actuar de acuerdo con el principio de neutralidad ideológica.

Por lo que respecta a la sentencia del Tribunal Supremo que condena por ultraje a la bandera a tres jóvenes que rodearon e increparon a estudiantes del colectivo de Socitat Civil Catalana de la Universitat Autònoma de Barcelona en 2016, arrancando la bandera de España de su carpa y rajándola después --cuando participaban en una feria de entidades invitados por la propia Universidad--, resulta inaudito que una profesora de Derecho insinúe que se ha vulnerado el derecho a la libertad de expresión de los agresores cuando lo que sucedió --he de precisar que fui testigo de parte de los hechos-- fue que se vulneró de forma flagrante este mismo derecho, pero el de los agredidos. Es cierto que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dictaminado que la quema de fotos del Rey queda amparada por la libertad de expresión, pero no después de habérselas arrancado violentamente a sus propietarios cuando, en un acto público y pacífico, defendían sus ideas monárquicas (en este caso, constitucionalistas).

Estamos habituados a los desatinos jurídicos de los líderes políticos y sociales de procés, pero que la máxima responsable de Universidades de la Generalitat, profesora, ¡insisto!, de Derecho, afirme estas cosas, recibiendo por ello el aplauso mayoritario de nuestros legisladores autonómicos debería constituir un serio motivo de preocupación para nuestros rectores.

En vez de ello, tienen comportamientos tan delirantes como posar juntos en una foto grotesca portando pancartas con la propaganda de Òmnium Cultural que reivindicaba la amnistía --manifiestamente inconstitucional-- para los presos del procés, o firmar, por iniciativa del denominado “Movimiento estudiantil”, un “Compromís contra la crisi educativa”. Si el primer hecho es esperpéntico, el segundo, al tratarse de un documento se supone que negociado y meditado, resulta alarmante. No solo por su contenido --los rectores se comprometen a dar apoyo a los universitarios “injustamente encausados” y a tratar de que el español se convierta en una lengua absolutamente marginal en nuestros campus-- sino por el hecho de aceptar como interlocutor a un colectivo que ha reconocido ser el autor de las continuas agresiones que sufren los estudiantes constitucionalistas en nuestras universidades.

Por más que bastantes profesores hayamos alzado la voz ante tal cúmulo de despropósitos cometidos por autoridades académicas y/o responsables de política universitaria, siguen siendo demasiados los que, incluso estando de acuerdo con nosotros, guardan silencio. Algo que se advierte también con los actos de cancelación de quienes discrepan de la teoría queer.

Son estos silencios --junto con los graves actos descritos-- los que de verdad atentan, y de manera frontal, contra esa misión de la Universidad a la que hacía referencia Geis. Una misión de la que, con un poco más de rigor, habló hace casi un siglo un intelectual de esos que tanto se echan de menos al frente de las universidades catalanas.