El 1 de enero de 1986, España entró en la Comunidad Económica Europea (CEE) y, en la clasificación de las naciones, ascendió de segunda a primera división. En dicho año, empezó el período más próspero desde el retorno de la democracia. Una etapa concluida en 1992 debido a la finalización de numerosas obras públicas y la crisis del Sistema Monetario Europeo.
A finales de la década de los 80, nuestro país gozaba de una posición privilegiada. En materia industrial, tenía ventaja competitiva respecto a la mayoría de los países europeos debido a unos menores costes de producción y a la posibilidad de exportar sin restricciones las manufacturas fabricadas a cualquier otra nación de la CEE.
Ambos factores generaron la llegada de numerosas multinacionales europeas, japonesas y americanas y la ampliación de las actividades de algunas de las ya instaladas. El gran incremento de la inversión en maquinaria generó un elevado crecimiento de la productividad, el empleo y el salario real de los trabajadores. La clase media creció espectacularmente y los hijos de muchas familias accedieron por primera vez a la universidad. El futuro de nuestro país era más que prometedor.
Sin embargo, en 1989 la desgracia llegó a España y el anverso de la moneda se transformó en reverso. A pesar de ello, sus repercusiones tardaron algunos años en ser claramente visibles. La otra cara de la divisa fue una consecuencia indirecta de dos acontecimientos históricos: la masacre de Tiananmen y la caída del muro de Berlín.
El primero supuso la adopción por parte de China del modelo económico neoliberal, especialmente en las regiones del Sudeste. Para compensar a sus ciudadanos por la ausencia de libertades, los sucesivos gobiernos tuvieron como objetivo prioritario la consecución de un incremento sustancial de su nivel de vida.
El segundo comportó la desaparición del comunismo como una opción política viable en el viejo continente y abrió la puerta al capitalismo en el este de Europa. Una gran transformación que alteró parcialmente las prioridades de la CEE y completamente las de las multinacionales. Las anteriores naciones se convirtieron en el nuevo Eldorado para los líderes de los países del centro y norte del continente y los principales dirigentes empresariales.
En el corto plazo, la prelación siguió siendo la creación de una moneda única. No obstante, en el medio pasó a ser la entrada en la CEE de los países del Este. Por su tamaño, jamás se planteó seriamente el ingreso de Rusia, pero siempre existió un gran consenso sobre el aumento de los flujos comerciales con la nación eslava.
Desde la óptica empresarial, España perdió su atractivo. La ausencia de compañías privadas, los bajos salarios y las perspectivas de una rápida entrada en la CEE hicieron que casi cualquier país de Europa del este fuera más interesante para las multinacionales que el nuestro. Por tanto, las inversiones manufactureras dejaron de llegar y progresivamente se cerraron fábricas que unos años antes habían sido sumamente rentables.
Un ejemplo parcial de lo anteriormente expuesto lo constituye Seat. Volkswagen la adquirió en 1986 para producir los automóviles de menor precio del conglomerado. No obstante, después de la compra de Škoda en 1991, adjudicó a esta dicha función y convirtió a la compañía española en un marca deportiva. Un difícil encaje dentro del grupo que ha hecho que la última realice una producción anual muy inferior a la de la empresa checa.
En materia económica, la victoria absoluta del capitalismo permitió el desarrollo de la globalización comercial. El mundo ya no se dividía en dos o más bloques, sino que solo había uno. Por tanto, existía la estabilidad política necesaria para potenciar los flujos comerciales y de inversión entre distintos países. Casi todos reconocían a EEUU como el líder indiscutible y este en la década de los 90, a través de las recomendaciones conocidas como el Consenso de Washington, exportó su modelo neoliberal a una gran parte del planeta.
En Europa Occidental, la mejor política económica era la que más beneficiaba a las empresas más grandes. Por eso, sus dirigentes aceptaron, sin mostrar una significativa oposición, el traslado de una sustancial parte de sus fábricas al extranjero. En la década de los 90 especialmente hacia los antiguos países comunistas y en el presente siglo al Sudeste asiático.
Indudablemente, España no constituyó una excepción a la regla. A finales del pasado siglo, una gran reducción del tipo de interés impulsó un elevado aumento del PIB y en una gran parte de la primera década de la actual centuria lo hizo una colosal burbuja inmobiliaria. La verdadera situación del país y los grandes perjuicios ocasionados por las nuevas prioridades económicas mundiales solo se observaron con claridad después de 2008.
La mayor parte de las empresas se olvidó del lado de la demanda y centró su interés en la oferta. La gestión desarrollada estuvo principalmente dirigida a la reducción de los costes. La calidad de los bienes cada vez importaba menos y el precio más. El resultado fue una proliferación de compañías low cost y una gran aceptación de sus productos por parte de los consumidores. A partir de 2008, un éxito al que contribuyó decisivamente la precariedad de numerosas familias por el aumento del desempleo y la pérdida de poder adquisitivo generada por la aplicación de nuevas normas laborales.
No obstante, de forma sorprendente, en 2020 la moneda vuelve a girar y, para la economía española, la cara sustituye a la cruz. En otras palabras, la desgracia se transforma en suerte. Los principales motivos fueron tres: el desabastecimiento de material médico durante los primeros meses de la pandemia, la crisis logística por la reducción de la actividad portuaria en el Sudeste asiático en 2021 y la invasión de Ucrania por Rusia en 2022.
Las dos primeras razones desmotan los principales paradigmas de la globalización comercial, siendo estos la recepción de los productos deseados en el tiempo previsto y el precio más reducido de los importados desde el lejano Oriente que los de los producidos en el país o en las naciones próximas a él.
El tercero divide al mundo en dos áreas. Por un lado, los principales actores son los países occidentales y Japón y, por el otro, Rusia, China e India. La invasión de Ucrania provoca el retorno de la guerra fría de las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado y pone en peligro la globalización comercial.
Ahora, ninguna de las naciones de un bloque se fía de las del otro ni tampoco del buen funcionamiento de la cadena logística mundial. En el Foro de Davos, los dirigentes empresariales ponen nombre a la nueva tendencia: la regionalización de la producción. Por tanto, en los próximos años, es previsible una deslocalización de empresas en sentido inverso a la advertida en las décadas anteriores: desde el Sudeste Asiático hacia Europa y EEUU.
Una de las naciones más beneficiadas puede ser España. A su favor tiene tres principales factores: una gran cuantía de fondos europeos (140.000 millones de euros), unos costes de producción competitivos debido a una buena combinación entre los salarios y la productividad y su ubicación geográfica. Las ayudas a fondo perdido pueden decantar las inversiones hacia nuestro país, pero también el desplazamiento de la economía mundial hacia el Oeste.
En definitiva, a partir de la década de los 90, la desgracia cayó sobre España. La supremacía política absoluta e incontestada de EEUU y la exportación del modelo neoliberal a una gran parte del mundo generó una nueva globalización comercial. Los gobiernos se olvidaron de sus ciudadanos y se convirtieron en vasallos de las principales empresas del país.
Por ese motivo, los ejecutivos de las naciones que formaban la CEE aceptaron el traslado de sus fábricas primero a Europa del este y después al Sudeste Asiático. Un claro ejemplo de ello es la industria productora de los microchips. En 1990, el continente tenía una cuota de mercado del 44%; en 2020 solo del 9%.
La pandemia, los problemas de la cadena logística internacional y la invasión de Ucrania por Rusia han dividido el mundo en dos bloques y provocarán la desaparición de la globalización comercial. El futuro ya no estará en el Este, sino en el Oeste. Y en ese nuevo orden, España dejará de ser un actor de reparto y pasará a convertirse en uno de los principales del elenco, si utiliza bien los fondos europeos y sabe aprovechar las oportunidades que generará el traslado de numerosas fábricas de Oriente a Occidente.