Tanto en la dimensión personal como en la colectiva lo que se lleva es actuar en función y de cara al escaparate. No importa lo que realmente se es, sino lo que se aparenta. Resulta obvio que, en ocasiones, grandes operaciones que movilizan recursos y energías de toda una ciudad o un país pueden resultar fructíferas y relevantes. Se trata de alinear voluntades a partir de una gran cita que tiene un componente simbólico y pone en marcha una sociedad perfectamente impulsada por sus gobernantes.
Las olimpiadas de Barcelona 92 son un magnífico ejemplo. La ciudad necesitaba un estímulo. El olimpismo sólo era un leitmotiv para que una inmensa energía inversora y transformadora se pusiera en marcha. Había un proyecto, una dirección política muy clara y la cita deportiva era excusa y culminación para una gran obra compartida. Las cosas funcionaron.
El problema y el gran error es creer que organizar grandes pruebas internacionales, por sí mismas, te darán el dinamismo y la estrategia de los que estás faltado. Una ciudad o un país requieren proyectos de desarrollo sólidos y gobernantes que les proporcionen escenarios de futuro creíbles y factibles a partir de políticas públicas y de relatos propicios. Apostar sólo por lo que es aparente es garantía de fracaso. No se puede ir de fiesta en fiesta. Sólo hay que recordar que el intento de repetir en Barcelona el éxito olímpico con el Foro Universal de las Culturas de 2004 se saldó con un notorio fracaso que rozó lo grotesco. Las grandes citas están bien cuando deben representar la culminación de un proyecto económico, social y urbanístico sólido. Pero es necesario que exista un pastel para poder colocar la guinda.
El sainete sobre la candidatura a las Olimpiadas de Invierno de 2030 en el Pirineo parece inacabable. Como el país no tiene proyecto ni narrativa, sólo performances, no se sabe si se quiere o no. El independentismo gobernante recurre a un referéndum y se hace un lío a la hora de definir quién debería participar. Es como dejar que decida el azar o bien cómo crear una comisión de trabajo cuando no sabes qué decidir. Si el Comité Olímpico Internacional que es quien tiene la última palabra en la adjudicación fuera una organización seria --que no lo es--, ya nos habría mandado al carajo. Es por eso y pese al esperpento de la coorganización con Aragón, que corremos el riesgo de que nos las otorguen.
Hoy en día, acontecimientos como estos ya nadie los quiere. Solo ganan dinero cuatro aprovechados del entorno olímpico, pero los organizadores, a perder. Apelar a que servirán de excusa para construir infraestructuras necesarias, resulta poco creíble. La conexión con el Pirineo es ciertamente mala y, si no, que se lo pidan a los usuarios de la línea de tren Barcelona-Puigcerdà. De las obras de adecuación y modernización se habla desde que los Rolling Stones debutaron en su primer concierto.
En cuanto al eje del Llobregat, está concebido para que turistas y barceloneses lleguen a las segundas residencias, no para que la gente del territorio tenga un acceso justo a los servicios y a las oportunidades. Se olvida en esta candidatura que, probablemente, en el 2030 la nieve el Pirineo ya será historia y vete a saber si también el invierno. El cambio climático existe y avanza inexorable para quien quiera verlo. Fiarlo toda en los cañones de nieve artificial quizás resulta de un optimismo excesivo.
Barcelona acaba de anunciar que será la sede de la Copa América de Vela de 2024. Las autoridades de uno y otro lado de la plaza Sant Jaume lo han proclamado de forma ufana y triunfalista. Un evento que, se ve por los competidores que lo pedían, ya interesa más bien a poca gente. O mejor, a la mayoría de las ciudades ya no les gusta que les tomen el pelo. Valencia, que lo ha organizado en dos ocasiones, está harta de perder dinero y dar lugar a entornos de corrupción que esta actividad favorece. Una exhibición de ricos y para ricos que lo primero que hace una vez anunciada su sede, es pedir bonificaciones fiscales para facilitarlo.
De hecho, es costumbre de adinerados pagar pocos o nada de impuestos. Por eso lo son. Quizás lo que más ha sorprendido es que celebrara con tanto entusiasmo esta concentración de pijerío internacional la alcaldesa Ada Colau, que parece que en pocos años ha pasado de priorizar evitar desahucios a promover que los yates lujosos puedan amarrar en el puerto de Barcelona.
Un acontecimiento casposo y anacrónico que más que blandirlo orgullosos debería avergonzarnos. Denota la declinación de país y la falta de políticos con proyectos sólidos tanto para Cataluña como para Barcelona. Todo se fía a la recuperación del turismo. Estrategia que cuando es predominante y casi única, siempre resulta fallida. Mientras, en la Comunidad Valenciana, hartos de décadas de fuegos artificiales, se han centrado no en obtener regatas sino la fábrica de baterías de litio de Volkswagen en Sagunto. Cuestión de prioridades.