Me gustaba una canción de Brel que decía: “Cuando sea viejo pienso ser insoportable. Mi gato habrá muerto, mi barba será patética...” Luego el pobre Brel no llegó a viejo. Últimamente tarareo mucho esa canción. Por ejemplo, cuando veo fotos de unos cuantos jubilados cortando el tráfico de la Meridiana. ¿Serían los mismos ancianos, u otros, los que ahora han irrumpido en la sesión plenaria del Parlament sosteniendo unas pancartas en que acusaban a los diputados de ser “unos vividores” y reprochándoles que no luchen de verdad por la independencia de no sé qué? ¿Por qué harán estas cosas? Si tan desocupados y aburridos están esos viejecitos, ¿por qué, en vez de enredar, no quedan en el parque para jugar a la petanca? ¿Por qué no se reúnen en alguna cafetería de la calle Petritxol, y meriendan grandes tazas de chocolate?
No, prefieren incordiar, meterse donde no les llaman. Carcamales en medio de la calzada de la Meridiana. Carcamales entre los terciopelos rojos del Parlamento.
Estas son cosas que pasan porque nadie me hace caso. Mira que ya tengo repetido maintes fois (muchas veces) que una vez alcanzada cierta edad, sobre todo si uno ha dejado de estar adscrito al sector productivo de la sociedad, y está jubilado, es decir, que en vez de aportar fondos a las arcas del Estado los retira (porque se supone que la avanzada edad le debilita y le exime del trabajo), debe dejar de opinar sobre política y debe dejar de votar en los comicios. ¿Eximido de trabajo? Eximido, también, del derecho y el deber de votar.
Por decirlo con una metáfora marinera como las que tanto gustaban al señor Artur Mas, si no estás remando, no quieras decir qué rumbo debe seguir la barca. No remar por descontado que no te resta dignidad ni respeto. Siempre y cuando no molestes con tus bruscos movimientos y contribuyas así a la zozobra.
Cuando uno envejece, es notorio que pierde fácilmente facultades. Se olvidan las cosas, se caen los dientes. Cuesta aprender el uso de las nuevas maquinitas. Se vuelve uno fácilmente un estorbo. Salvo aquellos conocidos y amigos que se quedan por el camino, como lúgubres advertencias de lo que nos espera, ése es el destino de todos. Sabiéndolo, hay que callar la boca.
Cuando yo trabajaba en las redacciones, solía aparecer de vez en cuando algún jubilado más o menos encantador que se aburría en casa, añoraba la vida laboral, la excitación del oficio, la compañía de los colegas, y venía, bien perfumado con abundante agua de colonia, a estorbarnos preguntando qué hacíamos. “Pues ya lo ve, don Mengano: trabajando”, explicábamos, disimulando la impaciencia. “Ah, ya, ya veo. ¿Y en qué trabajas? ¿Qué escribes?” Ganas venían de responder: “¡Tu obituario! ¡Estoy escribiendo tu maldito obituario!”.
Yo nunca fui ni seré uno de estos viejos nostálgicos y perfumados. Yo cuando me fui ya no volví. Y como yo, somos muchos los que nos hemos hecho el firme propósito de no molestar demasiado. Si llego a viejo quizá seré insoportable. Mi gato habrá muerto, mi barba será patética. Pero ya te digo que no se me verá en ningún teatrillo de representación política, haciendo el imbécil con una pancarta, en compañía de otros abuelos cebolleta a los que sus hijos les han hecho creer, con paternalismo viscoso, que son depositarios de un conocimiento valiosísimo que sólo se adquiere con la experiencia de los años, y que encarnan la conciencia de la sociedad. No cortaré la Meridiana. No pienso ni siquiera bostezar en el Liceu. Me gustaría no ser lo que en Francia llaman “un vieux con”, y en España, “un viejo imbécil”. Insoportable, quizá; pero sin que se note mucho, y sin reproches ni pancartas.