A las puertas de una cumbre europea sobre el precio de la energía, Moncloa soporta la inflación, las consecuencias económicas de la guerra de Ucrania, el Sáhara, la movilización del transporte, el desabastecimiento, el parón de la pesca y la endémica crisis de la agricultura.
El presidente Sánchez, que tiene previsto dirigirse hoy a la nación desde Ceuta y Melilla, ha sellado la frontera sur con el Rey de Marruecos a cambio de limar las pretensiones del Sáhara Occidental. Cuenta con la aprobación entusiasta de Bruselas; la Unión solo negocia con países terceros a través de los estados miembros; el Polisario es aludido, pero no incluido.
España propone una base “más seria, realista y creíble” para la resolución del contencioso del Sáhara, siguiendo al pie de la letra la opinión de la subsecretaria de Estado de Estados Unidos, Wendy Sherman, para referirse a la propuesta filtrada por Marruecos, el pasado viernes. A cambio de reforzar la frontera con el reino alauí, España rompe un consenso de casi medio siglo sobre la antigua colonia protegida por Naciones Unidas.
La guerra en el este ha desencadenado la necesidad de robustecer la seguridad en el sur del continente. Pero no hay consenso entre el Gobierno y la oposición liderada por Núñez Feijóo, votado ya como presidente del PP. La política de Estado los necesita a ambos. El presidente está más pendiente de Bruselas que de España y Feijóo tiene dos frentes en carne viva: neutralizar la crecida de Vox y detener a Díaz Ayuso.
Sánchez pone en marcha el despotismo; lo hace convencido, pero como al descuido; sus socios soberanistas de investidura arrastran los pies camino del Congreso para tenderle su penúltima celada; sus socios de Gobierno se han enterado una vez más por la prensa. ERC, PNV y Bildu lamentan los ecos monclovitas de una Europa que no cree en los nacionalismos y menos ahora cuando el mundo ortodoxo-eslavo recupera el espíritu de la Gran Serbia.
A golpe de realpolitik, el Gobierno, espada flamígera, trata de detener la tormenta perfecta destinando 500 millones de euros a financiar la subida de los carburantes a los transportistas. No será suficiente. Durante el día y parte de la noche, los piquetes no paran. El país se detiene. Montados en caballos enjaezados, los defensores de la caza y la tauromaquia añaden el toque berlanguiano a las protestas.
Moncloa solo puede evitar la catástrofe con ingentes recursos, a costa de subir la deuda pública o de reducir la eficacia de los fondos Next Generation, destinados a la recuperación. Si no hay acuerdo europeo para frenar el precio de la luz, modificando el cálculo marginalista de la tarifa, el Gobierno tendrá que inventar el próximo día 29, en consejo de ministros, un tope a la subida descontrolada de la energía, cortando de raíz los beneficios llovidos del cielo sobre el oligopolio eléctrico. Sería su última oportunidad antes de entregar la cuchara. Los mercados de abastos y el transporte han acabado con muchos gobiernos.
En el este de Europa, Mariúpol, la bella ciudad en la ribera del mar de Azov, sufre una reedición de la limpieza étnica, que ahora se instala también a las puertas de Odesa. Allí combaten bielorrusos exiliados en Ucrania frente a las milicias chechenas rusófonas de Kadyrov, un auténtico señor de la guerra a las órdenes de Moscú.
La guerra acrecienta la sensación de inseguridad en la Europa-ciudadela. Pronto no podremos edificar una nueva ética sobre lo que era ético antes de la invasión. El pannacionalismo ruso excreta holocaustos.