Ha pasado algo desapercibida la noticia que publicó aquí Ignasi Jorro hace unas semanas, sobre el doctor Manuel Romaní Olivé, que reconoce negarse a atender en castellano a una paciente. Tiene que ser en catalán, el doctor Romaní sólo atiende en esta lengua. Le reprocha a la paciente que no entendiese la palabra cicatriu, siendo tan parecida a cicatriz. La pobre mujer salió de la consulta confundida y humillada, como es natural.
Como el doctor está ya entrado en años, es difícil que nada le haga recapacitar, pues a ciertas edades las convicciones se fosilizan, es muy rara la evolución. Noticias como ésta llaman la atención, pues denotan falta de humanidad y de civilidad (y de otras cosas) precisamente en una persona adscrita al gremio que todos consideramos que es cumbre del humanismo y orgullo de nuestra especie: la medicina, que se dedica a curar, recobrar la salud perdida, paliar el dolor, salvar vidas... a ayudar.
En cuanto al uso de las lenguas yo hago exactamente lo contrario de lo que predica la Generalitat y hacen los fanáticos de la immersió: yo cambio de lengua. Me parece que es lo correcto, lo civil. En cuanto detecto que mi interlocutor se siente más cómodo hablando en la otra lengua, me paso a la suya, porque me parece que mi obligación como ciudadano e incluso como ser humano, como persona, no es salvar lenguas, ni imperios ni naciones, sino hacer lo posible para que el ser humano con el que establezco contacto se sienta cómodo, que pueda relajarse, ya que la vida es ya suficientemente áspera como para encima ir por ahí frunciendo el ceño, dando lecciones que nadie te ha pedido, encastillándote en lo tuyo, convirtiéndote en pendón de una causa.
Yo hago al revés, hago como el sabio políglota Viggo Bang-Larsen Martínez: cedo el paso a las mujeres. Cedo mi asiento a los ancianos. Cambio de lengua. Es más gentil ceder. Es más suave pasarse a la otra lengua. Así, también la practicas más, que a lo mejor buena falta te hace.
Por eso, en cuanto detecto en mi interlocutor cierta vacilación al buscar la palabra precisa, o si le noto cierto acento, rápidamente me paso al catalán, y ello sin condescendencia alguna, por convicción moral. Y si estoy hablando con alguien en catalán, y un tercero nos interpela en castellano, me paso al castellano ipso facto. Lo primero que hago, antes de hablar con un desconocido, es pensar si preferirá hacerlo en catalán o en castellano, para adaptarme a él. Y creo que salvo los idólatras, todo el mundo en Cataluña hace más o menos lo mismo.
--¿Hago bien, Viggo?
--Haces bien, Ignacio. Pero no te jactes mucho, porque es lo mismo que hace la mayoría de la gente.
Ya. Pero es que en mi caso esta deferencia lingüística automática tiene más mérito, pues cuando yo me rebajo a hablar con alguien, da igual en la lengua que sea, sé que en realidad voy a perder el tiempo, sé que poco voy a aprender en una conversación que no me lo pueda enseñar mejor, y más rápido, internet o algún libro de mi biblioteca.
Claro que no todo el mundo es como yo, afortunadamente, y algunos quieren aprovechar que me conocen para crecer, para saber más, hablando conmigo en cuanto se les presenta la ocasión. Procuro ayudarles. Cambio de idioma. Con cierta frecuencia cambio, yendo y viniendo entre el idioma de Cernuda, de Aldana, y el de Riba, el de Verdaguer, de quien el profesor Ignacio Feliu de Travy me incitó a aprenderme de memoria el inicio de L'Atlàntida: Vora la mar de Lusitania, un día / los gegantins turons d' Andalusía / veren lluytar dos enemichs vaixells; / flameja en l'un bandera genovesa, / y en l'altre ronca, assedegat de presa, / lo lleó de Venecia ab sos cadells.
--¿Sabes cómo sigue esa estrofa, Ignacio?
--No, Viggo, sólo me sé estos seis primeros versos.
--¿Y a qué viene ahora mencionar al professor Feliu?
--Siempre es bueno recordarlo.