A veces desde algunos medios o partidos constitucionalistas se sigue hablando de procés como si este estuviera todavía operativo, vivito y coleando, sencillamente porque los líderes separatistas insisten en realizar otro referéndum y lograr la secesión. En la misma línea se afirma que el procés no ha sido derrotado sino que solo duerme y que las fuerzas independentistas ya están preparando otra fase de agitación con asuntos como la lengua, buscando otro momentum mientras ensanchan la base, etc.
También se subraya que la concesión de los indultos a los presos ha sido un aliciente para que lo vuelvan a hacer tal como ellos mismos fantasean. Fray Oriol Junqueras se ha vuelto a ir de gira por los pueblos presentando otro librito de autoayuda donde promete a su gente otro subidón. “Yo lo que os digo, os propongo, os pido --casi os exijo-- es que lo volvamos a hacer y lo hagamos para ganar y que sea irreversible”, afirmó la semana pasada en Igualada.
Parecería pues que el procés vuelve, pero no. Es verdad que nadie conoce el futuro, pero ahora que 2017 empieza a quedar ya un poco lejos es importante aclarar conceptos para saber con exactitud qué fue el procés y si tiene algún sentido seguir hablando de él en el presente.
Rotundamente afirmo que el procés está muerto y enterrado, aunque esto último a los separatistas les cueste reconocerlo pese al ridículo de su impostura. El circo del Parlament de estos últimos días con la presidenta Laura Borràs cediendo ante la JEC y asumiendo la anulación de las funciones del cupero Pau Juvillà como diputado supone la sepultura de cualquier discurso de desobediencia. Es un incidente nimio si no fuera porque durante unos días ERC, Junts y CUP boicotearon la actividad parlamentaria, pero el resultado final confirma mi tesis.
Por ello es importante no confundir tensión secesionista con procés. El procés fue un momento histórico determinado, entre 2012 y 2017, donde las fuerzas independentistas impulsaron una acción insurreccional desde el convencimiento que la amenaza unilateral daría sus frutos, que les podía conducir directamente a la secesión o, como mínimo, a la celebración pactada, seguramente gracias a una mediación europea, de un referéndum de autodeterminación.
La estrategia no fue otra que la agitación de masas y la propaganda tutiplén, “montar un buen pollo”, como dijo una vez Jordi Pujol, para que la opinión internacional mirara a Cataluña y se forzara una vía de ruptura territorial. Por eso tras el 1 de octubre, cuando esa mediación internacional no se produjo y en la Unión Europea hubo un cierre de filas a favor de la integridad del Reino de España desde el respeto a la Constitución, el Govern de Puigdemont no supo qué hacer. Ahí murió el procés, tras la DUI de mentirijillas del 27 de octubre, que fue solo un postureo para salvar la cara frente a los suyos, para hacer ver que hacían algo. La huida del expresident a Bélgica y el acatamiento del artículo 155 por parte del resto del ejecutivo catalán resume perfectamente su derrota.
En el otoño del 2017 murió el sueño de la unilateralidad, que fue el deus ex machina del procés, aunque una vez desahuciado conoció un epílogo donde los más fanáticos creyeron que podría resucitar. La etapa de la presidencia de Quim Torra y la fuerza del legitimismo de Puigdemont hasta 2019 hicieron que el cadáver del procés fuera velado como si en realidad solo estuviera convaleciente y que en cualquier momento fuera a despertar con toda su fuerza.
El juicio y la sentencia de cárcel a los líderes independentistas supuso un duro mazazo, reveló muchas de sus vergüenzas y que confirmó al votante de esos partidos que el procés no había servido para nada. Entonces se desencadenó un episodio de mucha rabia, con nuevas manifestaciones, protestas, ocupaciones de infraestructuras, huelgas y llamativas quemas de contenedores en las calles y plazas. Hoy todo aquello se ha leer en realidad como una especie de ceremonia de entierro, como una catarsis de despedida. Luego llegó la calma que la pandemia remató por completo y que no tiene visos de cambiar porque su electorado, aunque les gustaría la independencia, ya no creen que sea posible.
Por tanto, lo que ahora mismo tenemos no es procés, porque no hay desobediencia ninguna ni estrategia unilateral que valga, sino solamente tensión secesionista, es decir, la reiteración de un deseo con su discurso correspondiente cargado de amenazas, lamentaciones y regates cortos. La tensión secesionista no es nueva, antes de 2012 ya existía, empezó como casi todo con Jordi Pujol, aunque fuera solo los fines de semana, o con las acciones de sus cachorros boicoteando las Olimpiadas de 1992, por ejemplo.
La tensión secesionista se desarrolla con diversos grados de intensidad según el momento, pero en general no conduce a ninguna parte. Pero será interminable mientras en la Generalitat ellos sigan mandado, porque su objetivo no es otro que mantener vivo el sueño secesionista, alimentar el victimismo y perpetuarse en el poder.