Una tontería es una tontería aunque el que la hace no tiene porqué ser un tonto. El error no lo comete quien la protagoniza porque siempre hay destinatarios ansiosos de creérsela, el error es el de todos aquellos que percibiendo el disparate le otorgan la categoría de hecho político susceptible de ser denunciado y analizado como tal. Al hacerlo le confieren una credibilidad inmerecida y dan alas a los creadores de tonterías para pensar en nuevos esperpentos. Hay algunos dirigentes que llevan años instalados en esta quinta dimensión de la crónica política que para más inri les concede una popularidad extraordinaria entre determinados segmentos del populismo. En Madrid tienen a Ayuso y aquí tenemos a Laura Borràs.
Borràs no es una ingenua, sino todo lo contrario, por eso trata a sus seguidores como tales. La presidenta del Parlament es plenamente consciente de que la inhabilitación del diputado Pau Juvillà es incontestable por la vía de la desobediencia institucional. La secretaria general que ella misma eligió le ha anunciado al diputado de la CUP que ha dejado de figurar en la nómina de la cámara y cuando venza el plazo fijado por la JEC para ejecutar su exigencia, aun antes de existir una sentencia firme, la CUP tendrá un nuevo diputado. Es la crónica de una derrota anunciada, un déjà vu, un absurdo político del que la lideresa de Junts quiere obtener un rendimiento político con decisiones extravagantes como el cierre de la cámara por unos días.
Lo sensacional del caso es que algunos sectores del independentismo asuman públicamente la patraña, con campaña de solidaridad incluida, de que Borràs actúa de forma diferente a su predecesor, el republicano Roger Torrent, que ante una situación idéntica se ahorró la comedia numantina y asumió la pérdida del escaño de Quim Torra. El resultado va a ser exactamente el mismo, pero durante unos días, la propia presidenta de la cámara habrá lanzado unas cuantas paletadas más de desprestigio sobre el Parlament, su 155 particular, aunque en este supuesto no se trate en su jerga de un acto de represión sino de una manifestación épica de patriotismo.
Todo en esta historia de inhabilitaciones que va de Torra a Juvillà por la que Torrent pasó de puntillas y Borràs quiere levantar un 3 de 8 es un sinsentido. A partir de una confusión inaceptable entre la libertad de expresión y la apropiación de las instituciones, que siempre debería ser sancionada pero que solo lo es en campaña electoral, se creó la apariencia de una desobediencia sin cuartel al Estado español. Al Estado estas provocaciones no le hacen ni cosquillas, ni las pancartas en sí, ni los subsiguientes juicios, ni las inhabilitaciones previsibles, ni el rasgarse las vestiduras de los presidentes y presidentas del Parlament, ni las huelgas parlamentarias, ni las concentraciones de protesta de la ANC. Los diferentes actores estatales actúan de oficio, algunos con peligroso ardor guerrero y otros burocráticamente empujados por las denuncias pertinentes de los interesados en ver gigantes donde solo hay molinos.
A este paso el Estado se resquebrajará pero de risa. Naturalmente, quienes han estado en la cárcel por dirigir el procés se llevarán las manos a la cabeza ante el despropósito de la actual fase de distribución gratuita de soma, aquella droga institucional que mantenía eufóricos y agradablemente alucinados a los ciudadanos del mundo feliz de Huxley. Ellos fracasaron y pagaron un alto precio; algunos de sus sustitutos se creen capaces de hacer pasar la ballena por animal de compañía, la tontería como un acto político trascendente, o, al menos, como un atajo para alcanzar la efímera gloria de la inhabilitación. Siempre a la salud las instituciones históricas que a ellos les parecen vejestorios autonómicos a liquidar.