Érase una vez un profesor de secundaria jubilado, llamado Antoni Dalmases, que fue invitado a un programa de la televisión pública catalana para hablar de la situación del catalán, a raíz de la tan malhadada sentencia que estableció el 25% de horas en castellano. El profesor --un nacionalista catalán pata negra, por decirlo así-- debía de saber de antemano que se iba a encontrar en un hábitat propicio y que, por tanto, cualquier cosa que afirmara, por extrema o descabellada que fuera, no iba a encontrar oposición alguna. Al contrario: cuanto más radicales fueran sus aseveraciones, más probabilidades iba a tener de lograr la aprobación de alguno de los allí presentes.
Efectivamente, así ocurrió: mientras exponía su diagnóstico del problema, una contertulia que tenía a su lado, asentía con la cabeza; otros lo miraban con gesto reconcentrado observando cómo el profesor sentaba cátedra de aquella manera particular; otro componía un gesto ambiguo, como si asomara un conato de incredulidad, aunque este debía de saber que en ese tipo de ceremonias de narcisismo ideológico no es bienvenido ningún tipo de disenso y prefirió no decir nada.
El profesor, nuestro querido Antoni, a pesar de ese contexto favorable, no pudo sacudirse en ningún momento una especie de tensión orgánica que se manifestaba en cada uno de sus gestos y en la propia consistencia de sus facciones: las cejas permanentemente enarcadas, la expresión pétrea de sus labios, el recorrido corto de sus manos al gesticular, como si todo su cuerpo estuviera sometido a una fuerza que lo constriñera. Quizás tuviera que ver con lo que él mismo reconoció: el odio que a su parecer España le tenía a Cataluña y el odio que él, como reacción, le tenía a España.
El catálogo de argumentos que desplegó fue un epítome del argumentario nacionalista y sus paradojas. Por un lado, aseguró que España quería acabar con la lengua y la cultura catalanas, aunque esa afirmación casara mal con el hecho de que el catalán, en democracia, se hubiera convertido, por ejemplo, en la lengua vehicular única de la enseñanza y, de facto, en la lengua única de la administración catalana.
Por otra parte, utilizó un argumento ad populum: aseguró que no podía ser que dos personas tuvieran más razón que cincuenta --el profesor debía de tener en su cabeza aquel mantra de las pocas familias que solían pedir la escolarización también en castellano--. Y lo dijo sin inmutarse, cuando ese mismo argumento valdría para exigir que una lengua hablada por casi 600 millones de personas, como el español, también mayoritaria en Cataluña, tuviera una presencia preferente en la enseñanza o en la administración con respecto a una lengua, el catalán, con 10 millones de hablantes. De hecho, si le hubieran preguntado al profesor Dalmases por qué había que proteger y promocionar la lengua catalana, usted y yo sabemos que habría apelado precisamente a su carácter minoritario.
Pero lo más reseñable de todo fue su diagnóstico del problema: aseguró, sin pestañear, que en Cataluña había colonos. Incluso catalanes colonos. Y entonces acudió a otro lugar común de ese su querido pensamiento nacionalista: comparó la colonización de América Latina con la colonización de la América anglosajona. Dijo que solo había que observar qué parte de América habían conquistado los españoles y qué parte habían conquistado los europeos del norte, y ver cómo estaban los unos y cómo estaban los otros, para acabar concluyendo que la colonización era sinónimo de destrucción.
Pero, ¡ay!, siempre hay que saber leer entre líneas a los nacionalistas. Porque lo que cualquiera con un mínimo de sentido común entresacaría de esa afirmación de nuestro querido Antoni es que el problema no era la colonización en sí, sino la idiosincrasia de los colonizadores.
Así, los europeos del norte, esos ciudadanos civilizados, al igual que el Reino de Aragón en la conquista de Valencia y Mallorca, llevaban el progreso allá adonde iban. Porque al profesor Dalmases el hecho de que en Estados Unidos los indios originarios vivieran en reservas y el número de hablantes de lenguas indígenas estuviera en torno a los 400.000 y que, en Latinoamérica, en cambio, solo entre el quechua y el guaraní ya sumaran veinte millones de hablantes debía de parecerle una menudencia indigna de consideración. No, para nuestro querido profesor Dalmases el problema no podía ser, en ningún caso, la colonización, sino la colonización llevada a cabo por pueblos bárbaros. Sí, como esos españoles rudos, sanguíneos, refractarios por naturaleza al conocimiento, que mancillaban, allá por donde iban, la tierra que pisaban, entre ellas la prístina Cataluña de sus anhelos.