El lunes después de Fin de Año una amiga colgó un stories en su Instagram presumiendo de formar parte de la “la resistencia”, como se autodenominan en redes sociales los que todavía no han enfermado del Covid-19. Su publicación me pareció graciosa y estuve a punto de hacer una igual. Al fin y al cabo, llevaba casi dos años creyéndome que en mi familia debemos ser inmunes al virus, porque nadie lo había cogido. Pero no me dio tiempo. Dos días después, víspera de Reyes, la canguro de mi hijo se levantó cargada de mocos y con sensación de fiebre. Se hizo un test de antígenos y dio positivo. Bingo. El virus había entrado en casa. Ese fue mi regalo de Reyes.
“Piensa que después de esto estarás más inmunizada que nadie”, me dijo un amigo por teléfono para consolarme. Llevaba ya tres días confinada, aguantando un trancazo considerable y mucho dolor de cuello. “Yo en cambio seguiré con mi tuberculosis”, carraspeó.
Mi amigo, que es médico, lleva un mes arrastrando mocos en el cuello y una tos crónica (no es Covid), pero se niega a que le vea otro médico. “¿Crees que algún día el Covid tendrá el mismo aura artístico que tuvo la tuberculosis?”, bromeó con su voz ronca. Acto seguido, me envió el link a un artículo muy interesante en The Conversation en el que José Antonio Garrido Cárdenas, profesor del Departamento de Biología y Geología de la Universidad de Almería, recordaba que la primera mitad del siglo XIX, la época dorada del romanticismo, coincidió con el apogeo de una de las enfermedades infecciosas más devastadoras de la humanidad, la tuberculosis, y la curiosa relación que se estableció entre dicha enfermedad y la belleza.
“La estética de los tuberculosos, con su piel fina y pálida, su rubor en las mejillas y la intensidad de sus labios, debido a la fiebre, estuvo estrechamente enlazada con el canon de belleza que se impuso en la época”, escribe. “Además, la enajenación y los delirios provocados por la enfermedad en sus estadios finales se asociaron con la máxima expresión de la creatividad artística”.
Tengo muy claro que mi apariencia a lo largo de esta semana —chándal, zapatillas, moco colgando y pelo despeinado— no hubiera cumplido con las expectativas estéticas de los románticos. Pero, frivolidades aparte, me puse a investigar un poco más sobre la tuberculosis y todos los grandes nombres que se llevó por delante: Paul Éluard, George Orwell, Franz Kafka, Katherine Mansfield, Antón Chéjov y Joan Salvat-Papasseit, por citar algunos.
También averigüé que la tuberculosis, una patología infecciosa que yo creía totalmente erradicada del mundo occidental, sigue latente en algunos barrios pobres, sobre todo de inmigrantes (España es el segundo Estado de Europa occidental con mayor prevalencia por detrás de Portugal) además de causar estragos en el mundo subdesarrollado.
Según datos de la OMS, en 2020 murieron 1,5 millones de personas en todo el mundo por tuberculosis, situándola como la tercera causa de muerte y la segunda infecciosa más mortal, solo por debajo del Covid. Pero la mala noticia de verdad es que 2020 fue el primero de la última década en el que la cifra de fallecidos por tuberculosis ascendía en vez de disminuir. ¿El motivo? El infradiagnóstico y la interrupción o falta de acceso a tratamientos por el impacto de la pandemia, que ha dejado a cientos de miles sin saber que están contagiados o sin medicar.