La política es el arte de lo que no se ve, que no es exactamente lo mismo que el arte de lo que no se enseña. Quizá este es el error de Antonio Garamendi, el presidente de la CEOE, tras la firma de la reforma laboral. En pocos días, él solo sin ayuda de nadie ha dilapidado cuatro años de gestión y se ha puesto en tela de juicio ante las federaciones territoriales y sectoriales que se han sentido engañadas y, casi peor, ninguneadas. De ser incuestionable ha pasado a ser el gran cuestionado.
El presidente de los empresarios ha sido parte importante en la gestión de la pandemia. Los más de 10 acuerdos con el Gobierno han permitido que el desastre económico de la crisis fuera contenido. También estuvo locuaz en Barcelona defendiendo los indultos para poner calma a la tensión política en Cataluña. Esto le valió ganarse la enemistad, cuando no la inquina, del Partido Popular, que arremetió contra el que desde la derecha optaba por la vía de la negociación, el consenso y el acuerdo, frente a la política de confrontación de Pablo Casado. En la calle Génova no entendían como “uno de los nuestros” no les bailaba el agua.
Esta presión llevó a Garamendi a ponerse de perfil en la reforma de las pensiones. No participó en el acuerdo, pero no llevó su negativa a la estridencia. Le convenía al patrón de patronos dar una de cal y otra de arena para sacudirse la presión del Partido Popular y de Vox porque sabía que la madre de todas las batallas estaba por llegar: la reforma laboral.
Garamendi confió en su equipo de cabecera –Iñigo Fernández de Mesa y Fátima Báñez, entre otros— la negociación. Su objetivo era evitar una reforma lesiva para los empresarios, entendiendo como lesivas las aspiraciones máximas de los sindicatos y del propio Gobierno. Era consciente de que se tenía que ceder para alcanzar un acuerdo que no tocara aspectos mollares para el empresariado.
Así, el presidente de la CEOE acordó un terreno de juego. No se tocaba la salida del mercado de trabajo –el despido— y se abría el melón de la entrada –la contratación—. Tenía el respaldo unánime de las federaciones territoriales y sectoriales que le compraban la argumentación, sabiendo que tras la reforma laboral llegaría el salario mínimo. Garamendi desoyó los cantos de sirena que le llamaban al enfrentamiento y negoció. Con el Gobierno, con Yolanda Díaz y en paralelo manteniendo una línea caliente con Nadia Calviño y el propio presidente Sánchez, pero también con los secretarios generales de UGT y CCOO, Pepe Álvarez y Unai Sordo.
Antonio Garamendi, vasco de Neguri y de Deusto, no quería sorpresas entre sus filas y cometió un error. Pidió el apoyo por adhesión y no por convicción. Lo logró. De forma mayoritaria, el comité ejecutivo le dio el respaldo a su teoría: es mejor pactar la reforma que nos impongan una reforma. Pero lo hizo sin transparencia, casi con nocturnidad y alevosía. Los acuerdos sobre temporalidad, subcontratación, fijos discontinuos, formación, fueron explicados sin especificar el contenido. Foment del Treball, la sectorial de la automoción Anfac, la de agricultura Asaja y la CEIM de Madrid no le dieron apoyo. Se abstuvieron y no logró la ansiada unanimidad. Algunos no querían dar su apoyo a un documento que no conocían.
Garamendi tuvo que lidiar con otros toros. Primero, el PP, que reaccionó mal a su acuerdo y necesitó de la ayuda de la FAES –sin duda logrado con la mediación de Fernández de Mesa—, que emitió un comunicado elogiando el acuerdo porque para la fundación de Aznar la reforma dejaba intacta la normativa impuesta por Rajoy en 2012, algo que ningún entendido en materia laboral refuta, porque el cambio en la entrada del mercado laboral es un cambio de profundidad. El segundo, poniendo los puntos sobre las íes al Gobierno por si tenía la intención de cambiar los acuerdos para lograr los apoyos en el Congreso de los Diputados. Como vasco, Garamendi sabe que el problema viene de PNV y Bildu, muy presionados por los sindicatos vascos ELA y LAB, que ven la reforma como una agresión de los “sindicatos españoles” y porque la relación entre los partidos y los sindicatos independentistas es manifiestamente mejorable. También ERC, que tratará de hacerse un hueco en esta negociación aunque Pepe Álvarez ejercerá, de nuevo, de mediador; no en vano, ERC tiene gran influencia en UGT.
Parecía tenerlo todo controlado a pesar de la disidencia interna, nada menor, hasta que se confirmó la teoría de los díscolos: no se puede aprobar un documento que no se ha visto. Las peores sensaciones de Asaja, los agricultores, se cumplieron y hasta el Gobierno se compromete a adaptar la nueva legislación sobre empleo temporal a la agricultura, y otros como la hostelería han saltado movidos por el resorte de los fijos discontinuos. Hasta ahora, si un trabajador fijo discontinuo es despedido, las cuentas se hacen por los días trabajados. A partir de ahora, se computarán los años en los que ha ejercido su tarea profesional. O sea, encarece el despido de forma notoria. Si Garamendi lo sabía, mal en no comunicarlo. Y si no lo sabía, si fue un gol de Díaz, mal por no haber estado al loro. Quizá, al presidente de los empresarios le ha perdido su autosuficiencia, tanto que pone en peligro su reelección. Es lo que tiene confundir conceptos. La política es el arte de lo que no se ve, no el arte de lo que no se enseña y, sobre todo, no se enseñan las debilidades y deficiencias. Y eso, en apenas unos días, es lo que se ha puesto en evidencia. Todo un error de enjundia.