Imaginemos que en Cataluña la lengua vehicular única de la enseñanza fuera el castellano y que el catalán se redujera a las tres horas semanales de la asignatura de Lengua Catalana. Imaginemos que una sentencia judicial estableciera que el catalán también se ha de utilizar como lengua vehicular y fijara ese porcentaje en un 25%. Imaginemos, también, que unos padres catalanohablantes reclamaran a un centro la aplicación de esa sentencia y los padres de los niños castellanohablantes se manifestaran en contra de que sus hijos recibieran una asignatura más en catalán. Por último, imaginemos que, ante esa realidad, una escritora saliera en una televisión pública y se preguntara, con actitud compungida, cómo es posible que unos padres no quieran que sus hijos aprendan una lengua. ¿A qué padres creen ustedes que se estaría refiriendo la escritora? Siguiendo una lógica muy elemental, parecería claro que estaría aludiendo a aquellos padres que se niegan a que sus hijos reciban una asignatura más en catalán. ¿Y qué pensarían si yo les dijera que la escritora, en cambio, acusa a los padres catalanohablantes de no querer que sus hijos aprendan castellano y, como remate, se pregunta si lo siguiente que van a hacer esos padres va a ser prohibir a sus hijos que coman tortilla de patata o jamón ibérico? Parecería delirante, ¿verdad?
Pues eso mismo, invirtiendo los términos, es lo que aseguró la escritora y editora Iolanda Batallé en una tertulia del canal 3/24 de la televisión pública catalana. Acusó a los padres de Canet de Mar –recordemos: por pedir un 25% de horas en castellano– de no querer que sus hijos aprendieran el catalán y se preguntó si lo siguiente que harían sería prohibir a sus hijos comer pan con tomate o crema catalana. Se podría intentar quitar hierro a sus palabras apelando a la falta de representatividad de una opinión que, por disparatada que sea, no deja de ser individual y subjetiva. Pero el problema es que no se trata de una opinión puntual.
Y es que, cada vez que vuelve a ser noticia que unos padres han pedido la escolarización bilingüe en Cataluña, desde el nacionalismo se incurre en ese particular sesgo de atribución: se imputa a los progenitores la voluntad de no querer que sus hijos aprendan el catalán. De hecho, una expresión habitual para desacreditarlos es tacharlos de “monolingües acomplejados”. Y no se trata de una acusación tabernaria o circunscrita a las redes sociales. Esa idea se difunde incluso desde contextos académicos: la filóloga Carme Junyent, por ejemplo, decía en una entrevista que la inmersión funcionaba relativamente bien durante la etapa primaria, donde los niños utilizaban de forma más habitual el catalán entre ellos, pero que, al llegar al instituto, la cosa se torcía porque la renuncia a emplear el catalán tenía que ver con una actitud reacia al conocimiento en general.
Pero esa creencia no solo ha encontrado asiento entre los declaradamente nacionalistas. La periodista Julia Otero, cuando todavía estaba vigente el artículo 155 y el Gobierno lanzó un globo sonda planteando la opción de incluir una casilla en la preinscripción escolar que permitiera a los padres elegir la lengua de escolarización, se preguntaba, con tono grave, si existía el derecho a no aprender, refiriéndose, por supuesto, a los padres que quisieran escoger la escolarización en castellano.
¿Cómo es posible, entonces, que a los padres que piden únicamente una mayor presencia del castellano en las aulas se les impute una especie de hostilidad natural hacia el aprendizaje en su conjunto y, en cambio, a los padres que piden la enseñanza exclusiva en catalán, no solo para sus hijos, sino también para los de los demás, no se les haga nunca tal atribución? La respuesta, una vez más, hay que buscarla en uno de los múltiples prejuicios clasistas y supremacistas del corpus doctrinal del nacionalismo. Así, los castellanohablantes, esas bestias carroñeras con un socavón en el ADN según el anterior presidente de la Generalitat, serían, por naturaleza, refractarios al conocimiento. En cambio, los catalanohablantes con recursos podrían escoger libremente una educación privada multilingüe para sus hijos –como han hecho Artur Mas, Oriol Junqueras y el propio González Cambray– sin que ello significara, en ningún caso, una actitud de rechazo hacia el aprendizaje de la lengua catalana. Antes al contrario: sería una manifestación del carácter culto y cosmopolita del pueblo catalán. Ya ven: clasismo y supremacismo en estado puro. Y es que en Cataluña hace ya tiempo que no hay más cera que la que arde.