Eran casi las siete de la tarde en un bar de Marbella. Con Manolo Santana estábamos organizando una revancha de la primera final de Copa Davis, treinta años después del desafío australiano, algo inédito, entonces, en el deporte español.
Íbamos de bar en bar, colgando carteles para animar a la gente a que acudiera a Puente Romano a ver a Manolo, Gimeno y Orantes por parte española, con Lis Arilla como capitán, y a Roche, Stolle y Rosewall por parte australiana.
Una voz cazallosa, desde la barra del último bar, miraba la escena y no puedo reprimir una sentencia entre la admiración y la ternura: "Ya vendrán tiempos mejores, campeón". El anciano pensaba que Manolo colgaba los pasquines desde el paro y la desesperación. El campeón de cuatro Grand Slam y un oro olímpico no quiso desmontar la solidaridad de su eterno admirador.
No he conocido a nadie, en toda mi vida, con tanto carisma como Manolo. Desde el barrio de la patata hasta el césped de Wimbledon, su proximidad le hizo tan imprescindible como vulnerable. No voy a relatar aquí todos sus honores. No hay espacio. Pero por encima de todos ellos querría destacar uno: su generosidad.
Santana, con Bahamontes, Paquito Fernández Ochoa, Ángel Nieto y Seve Ballesteros, conformaron la generación espontánea más ilustre que ha dado nuestro deporte. Allí empezó todo.
Es curioso que el único superviviente sea el Águila de Toledo (93 años). El mayor de todos ellos.
Descansa en paz, Manolo.