El que fuera alcalde de San Sebastián, Odón Elorza, puso en solfa hace unos días esa vieja idea de adoptar decisiones con una pinza en la nariz por el tufo que desprenden. La cosa venía a cuenta de la votación en el Congreso de los nuevos miembros del Tribunal Constitucional. Seguro que el asunto ha sido motivo de más de una reflexión sobre ese criterio multiuso de la pinza. Sin ir más lejos: tengo un vecino de barrio con aspecto de tarra pijoprogre que ha cambiado el lacito amarillo, símbolo de ya no sé bien qué, por una pinza que ostenta en la solapa. La verdad es que resulta raro ver ya gente joven con ese adminículo insertado en la vestimenta. Esta circunstancia podría llevar a creer que el suflé indepe ha bajado de forma extrema. Pero mejor, no llamarse a equívocos.
Empiezo a pensar que el problema es más complejo. Sin necesidad de estar observando en rededor, sobre todo a Madrid, simplemente con mirar a ambos lados de la Plaza Sant Jaume de Barcelona, la incompetencia e incapacidad para resolver problemas, sean sencillos o complejos, empieza a ser un problema generacional. Es cierto que tal afirmación puede resultar arriesgada, pero la percepción es que en ambas orillas la mejor forma de hacer algo es no hacer nada. Es como si se pretendiese que no ocurra nada, gastar lo mínimo en proyectos de interés general e incluso, si es preciso gastar, que sea lo más tarde posible. Vale para todas las Administraciones. Incluso esperar a ver si las cosas se resuelven solas. Es una nueva forma de ejercer el poder por parte de gentes que nunca tuvieron apenas que enfrentarse a dificultad o problema alguno, y mucho menos a resolverlo.
Asunto es de los sociólogos esclarecer los temas sobre posibles cambios mentales de carácter generacional, si es cosa de la Generación Tapón, de la X, la Y o de la Z. Más aún, si vivimos una dicotomía insuperable que excede al eje izquierda/derecha. Incluso de si somos herederos de una generación analógica, la de la Transición, gobernados ahora por una nueva que es digital. Al margen de que el debate generacional está ausente en España, mientras lo está en otros países de nuestro entorno más cercano.
El asunto resulta mucho más preocupante si se tiene en cuenta la muy elevada tasa de desempleo juvenil que vivimos: hablamos con frecuencia de la generación más preparada, al tiempo que olvidamos que es la que tiene peores expectativas de presente y futuro. Aquella gente, la de la denostada por algunos Transición, fue capaz de organizar, con un sentido de responsabilidad generacional, algo que era bastante más complejo de ordenar que el sideral que ahora tenemos. La gran diferencia es que había por delante una inmensa labor de construir una sociedad nueva y se realizó un ingente esfuerzo para remar juntos y a favor. Cierto es que había mucho por hacer, cosa que explicaría, entre otras cosas, la prolongación del mandato de alcaldes, sin ir más lejos de lo local, que prorrogaron mandato tras mandato. O que el PSOE se mantuviera en el poder casi 14 años y que gentes como Jordi Pujol estuvieran más aún.
Cuesta mucho creer hoy que exista una conciencia colectiva entre quienes rigen nuestros destinos de la urgencia de un compromiso global. El problema es que vivimos una coyuntura harto complicada y con una crisis de liderazgo a todos los niveles. Desde los comunes hasta ERC, se ha hecho una desactivación de todo liderazgo de la que, al final, serán víctimas ellos mismos por su política aventurera que pasará cuentas a todos. Mientras, desfilan por nuestras narices --los de la posible pinza-- eventos insólitos: un equipo no es mejor porque el entrenador sea catalán, como un médico tampoco es más eficaz por su origen sino por oficio y experiencia. Pero es más divertido --al menos, para algunos-- convertir en acto patriótico la presentación de un entrenador. En un momento en el que, además, podemos encontrarnos con que por cada millón de euros que deje de ejecutarse de los Next Generation podemos perder 12 empleos, mientras los funcionarios de Bruselas aprietan en el control. Basta con multiplicar por los 140.000 millones de euros comprometidos entre subvenciones y préstamos para hacernos una idea de la dimensión del problema. Sin olvidar que cada subvención que se pida requiere más de 20 requerimientos, con intervención de todo tipo de administraciones y la consiguiente demora.
El caso es que vivimos al albur de decisiones asamblearias o marcadas por voluntades incomprensibles. Lo que está ocurriendo con los Presupuestos de la Generalitat es bien ilustrativo. Sabedores de que cosas como los Juegos Olímpicos de Invierno para 2030 o el proyecto de Hard Rock en Tarragona era un casus belli para la CUP, porque “responden a un modelo de masificación turística, especulación y destrucción del territorio”, ¿por qué los incluyó el Govern en su proyecto de ley? Todo parece que ambos asuntos acabarán, como Artur Mas, en la papelera de la historia. La cuestión sería saber por qué lo hizo el Govern: quedará la sospecha de que, a sabiendas de la necesidad de los votos cuperos para aprobarlos, era preferible que fuese esta formación quien tumbara las dos iniciativas. Pese a que la memoria no es precisamente el mejor de los activos de nuestra clase política, aunque solo fuera por un cierto agradecimiento retroactivo, quizá valga la pena recordar que, hace más de 25 años, fue La Caixa quien salvó el proyecto de Port Aventura. Casualmente, los terrenos donde se instalaría Hard Rock son propiedad de CriteriaCaixa y tienen un valor estimado de 120 millones. Estamos en manos de aventureros vengativos.