Se cayó del guindo. Rufián, después de superar la barrera de los 18 meses que se autoimpuso para abandonar España y el Congreso, parece haber llegado a la edad del raciocinio. Sus pataletas infantiles desde el escaño han quedado para el recuerdo de la vergüenza ajena, y bien podrían exponerse en aulas como modelo de estulticia elevada a su máxima expresión, o como ejemplo de aquello que no se debería hacer en sede parlamentaria, por decoro, por educación y, sobre todo, por respeto al conjunto de la ciudadanía: la España plural.

Los tiempos cambian y sus actores también. El pasado miércoles el diputado republicanista realizó un discurso entrañable y elogiable por su apuesta en pro de la supervivencia colectiva con soluciones colectivas, ante el incuestionable reto que la humanidad tiene por el cambio climático y el agravamiento de las enormes desigualdades entre ricos y pobres en todos los mundos. Sus palabras hubieran sido dignas de aplausos si no fuera por el argumento de partida de su denuncia.

Quizás poseído por el espíritu bananero y simplón del tirano nicaragüense Daniel Ortega, Rufián afirmó en su intervención que “la ultraderecha y el fascismo se ha normalizado en la calle y en la televisión, y lo ha hecho a través de la desinformación”. Y aseguró que los tertulianos de la cadena derechista Trece están ya diseminados e intervienen en todos los debates televisivos habidos y por haber. Esta premisa, cierta o no, fue la excusa para identificar –sin nombrar a nadie— quiénes son los que difunden el temor por el “gran apagón”, un miedo que “sostenido en el tiempo narcotiza a la clase trabajadora”, aseguró. Su atractivo argumento progre –apostólico y libertador— fue in crescendo hasta asegurar que detrás de la expansión por Europa de ese miedo están las eléctricas y “el ultranacionalismo”.

Por un momento pensé que Rufián iba a tentarse la ropa y decir, con la cadencia cansina y entrecortada de su peculiar oratoria, que se había caído del caballo, que por fin se había percatado de que su partido es también una narcosala de fanáticos ultras, que es incompatible ser progre y nacionalista, que el procés ha sido una estafa basada en la mentira y en la (hispano)fobia, o que TV3 es una cadena donde se ha normalizado la desinformación y la exclusión.

Pero no, el Niño del remolino, como un torerillo adolescente, ansioso por triunfar sin tener que hacer siempre el salto de la rana, realizó un toreo digno por sus atrevidos pases de pecho y alguna que otra verónica. Despertó a la parte más mediocre del auditorio y le arrancó algunos aplausos. El resto se quedó esperando a que hubiese rematado la faena a lo Ayuso, es decir, que hubiese admitido que en Madrid él vive mejor y que no piensa dimitir, así que pasen cinco años, o no, ya se verá, que cien mil y pico euros anuales justifican un lustro y mucho más.

Es el colmo de la contradicción que el representante de un partido ultranacionalista acuse a ese movimiento, tan extendido por toda Europa, de ser responsable de la desinformación y manipulación que sufre la clase trabajadora y el mundo mundial. Cosas veredes. En fin, después de tantas paradojas y palabras hueras, Sánchez bien podría haberle exigido como hizo Clemenceau a un representante regional que, por enésima vez, le visitó en su despacho de primer ministro: “Resuma lo que me pide en una palabra”. Y el prefecto respondió: “¡Dinero!”.