Se cumplen 98 años del putsch de la Cervecería Bürgerbräukeller, conocido también como el putsch de Múnich. Aquella tarde del 8 de noviembre de 1923, Adolf Hitler, junto a un nutrido grupo de miembros de las SA, irrumpió en la cervecería donde el gobernador de Baviera pronunciaba un discurso ante más de 3.000 personas. Los nazis dispararon al aire y bloquearon las puertas de salida para que Hitler, encaramado a una silla y flanqueado por Rudolf Hess y Hermann Göring, anunciara que un gobierno provisional tomaba el poder en Baviera al mismo tiempo que se iniciaba la revolución nacionalsocialista. Un intento de golpe de Estado en toda regla el del cabo austriaco. Inspirados y animados por la exitosa marcha sobre Roma de Benito Mussolini, los nazis quisieron convertir Múnich en el epicentro de su lucha contra el Gobierno alemán. La génesis de un estado rebelde en Baviera era el primer eslabón para avanzar sobre Berlín y liquidar la República de Weimar. El golpe fracasó y sus cabecillas acabaron en la cárcel. En esos mismos días del mes de noviembre, pero de 1938, también tuvieron lugar los graves incidentes antisemitas conocidos como la noche de los cristales rotos.
Han transcurrido casi cien años, pero, repasando la historia, uno tiene la impresión de que los acontecimientos tienden a repetirse aunque sea en versión pacífica y edulcorada. Y ello ocurre sin que el género humano haya sido capaz de evitar los caminos que conducen al odio y la barbarie. El nacionalsocialismo fue un fenómeno de masas sin cuyo análisis y explicación no llegaríamos a comprender lo acontecido en el siglo XX e inicios del XXI. Conviene estudiar cómo el agresivo discurso de la extrema derecha jugó a descomponer la democracia, debilitar las libertades e introducir en la ciudadanía la desconfianza en las instituciones. Cada vez que un mesías de verbo encendido ha intentado conducir a su pueblo a la tierra prometida se ha mascado la tragedia y el desastre. En España, Vox y determinados grupos independentistas lucen un denominador común. Unos y otros están empeñados en reeditar viejos discursos rebosantes de agresividad y emotividad. Unos y otros procuran obstruir la acción de los gobiernos democráticos, llevar la controversia política a los extremos, e introducir el exabrupto y la provocación en el debate político y parlamentario. Quienes así actúan son desestabilizadores que abren, de par en par, las puertas a la desafección y al populismo. La bronca y el insulto en sede parlamentaria debilitan la credibilidad de la democracia. Obviamente no estamos en tiempos de mítines en cervecerías, ni ante grandes corrientes y doctrinas de vocación emancipadora similares al fascismo o el comunismo, pero sí ante el auge de propuestas de corte autoritario. Seguramente no volverán a desfilar por nuestras calles camisas pardas, pero un tufillo de intolerancia se está adueñando de la atmósfera política. Cuando todo un premio Nobel como Mario Vargas Llosa nos cuenta que “Lo importante en unas elecciones no es que haya libertad, sino votar bien” tenemos un problema aquí y en Hispanoamérica. Cuando los moderados adoptan las costumbres, el léxico y las formas de los intransigentes, la concordia se desvanece y se abren las puertas de los grandes conflictos. Hoy ya no se lleva pergeñar un putsch en una cervecería; cierto, resulta más cómodo, y menos arriesgado, hacerlo desde los escaños de un parlamento. Si esa práctica cuenta con el concurso de algunos medios de comunicación amigos, carentes de escrúpulos, convendrán conmigo que se está incubando el huevo de otro ofidio. Y mientras ello ocurre turbas de exaltados asaltan el Capitolio de los Estados Unidos, destrozan la sede de la CGIL en Roma o asocian el aumento de la delincuencia con la llegada de inmigrantes.