Hay políticos en nuestro país a los que les gusta presumir de transversalidad. La opción de difuminar la ideología propia está de moda. Se lleva el mariposeo de los eclécticos y la ocultación pública de los programas máximos. Los grandes principios fundacionales de los partidos muchas veces quedan relegados a las resoluciones de los congresos. La transversalidad es una estrategia y al mismo tiempo una circunstancia. El objetivo de los partidos atrapalotodo (Catch-all party) es obtener votos en todos los ámbitos del espectro electoral. Unos pocos lo consiguen sin pagar peaje, otros, en cambio, se lastiman en el intento. La transversalidad no es buena ni mala en sí, es un fenómeno de dos caras. Puede manifestarse dando frutos positivos, pero también los oferta amargos e incomestibles.
Hay dirigentes políticos que devienen, sin pretenderlo, circunstancialmente transversales. Es el caso de Ada Colau. La alcaldesa de Barcelona ha conseguido convertirse en el receptáculo de todas las neuras y quejas de la ciudad. Comerciantes, empresarios, hoteleros, transportistas, entidades dispares y vecinos de distintos barrios claman contra la gestión municipal. Ricos, pobres, trabajadores y burgueses protestan al unísono, perciben que viven en la ciudad del no sistemático. Sin Hermitage, sin aeropuerto digno y sin ambiciosos proyectos de futuro la urbe dormita presa de la melancolía. Y así lo lamenta el Círculo de Economía cuando advierte de que, de no rectificar a tiempo, la decadencia llegará a Cataluña y a su capital.
De poco le sirve a la alcaldesa, en el ámbito económico y empresarial, la intermediación sensata positiva y ordenada de Jaume Collboni. Poco le lucen a Ada Colau –quizás por sus reservas mentales respecto a la actuación de las policías— los desvelos de Albert Batlle en los temas de seguridad, o los mimos al pequeño comercio que prodiga la concejal Ballarín. El bálsamo socialista no cura lo suficiente. Con embajadores plenipotenciarios como Janet Sanz, con sus colorines y bloques de hormigón, y Eloi Badia y sus basuras, la alcaldesa lleva a cuestas un estigma. De poco le sirven las campañas institucionales, la publicidad o las rectificaciones de última hora. Hay enfado transversal en la calle. Plataformas y entidades de todo tipo preparan manifestaciones y actos de protesta. Es tan grande el desasosiego que aparecen –a 600 días de las elecciones municipales— candidaturas variopintas dispuestas a luchar por conseguir la alcaldía. Los temas ya van más allá del debate teórico sobre el urbanismo táctico y la movilidad; ahora afloran problemas tan terrenales como la limpieza, la seguridad, los botellones y el ruido. La ciudadanía reclama ser gobernada con eficacia y sin ideologismos estériles. Rosa Cullell decía, en estas mismas páginas, que ha llegado el momento de “dejar la inspiración y pasar a la gestión”.
También ha llegado el momento en que el PSC de Jaume Collboni ha de hacer ver a Colau, y a su coalición, que el no a todo permanente cierra puertas, que la pedagogía debe llegar antes que la implantología y que es urgente corregir el rumbo de la nave. Una cosa es ejercer de socio en una coalición con contenido político progresista y otra muy distinta aceptar formar parte de un pack hermético sin soluciones.
Ojo al dato y a las trampas saduceas de los despechados. Cuando Ernest Maragall afirma de forma aviesa “Colau ha cedido a los socialistas el mando de la ciudad” sus palabras no están exentas de cálculo electoral. El sempiterno político da por amortizada a la alcaldesa y persigue culpar a los socialistas de todos los males que aquejan a Barcelona. Ve en el PSC a su adversario principal, sueña con apuñalarlo. Así las cosas a los socialistas les urge dilucidar qué hacer... ¡Pero ya!