Se comenta en Madrid y alrededores que la crisis por la que atraviesa el Barça es un síntoma muy claro de la decadencia en la que ha entrado la familia del nacionalismo catalán. Algunos prefieren ver esa crisis económica y futbolística como un signo más de la maldición que ha caído sobre el independentismo. Visto así, ejemplos no faltan.
El anuncio del obispo emérito de Solsona, destacado procesista, de su relación amorosa con una escritora de asuntos erótico-diabólicos ha caído como un jarro de agua fría entre la multitud de creyentes nacionalistas, no tanto por el abandono del celibato como por la renuncia a ser el icono indepe de la curia catalana. Amén de la rocambolesca historia –corrupción incluida— que recuerda el refrán de las tetas y la carreta, el repudio independentista al obispo Novell no se ha hecho esperar y ha derivado en una denuncia de su presunta homofobia y de sus exorcismos con jóvenes gais para reconducirlos en el camino de la heterosexualidad. Ajuste de cuentas.
La deriva caricaturesca de sus líderes chapoteando en su propio fango es otro signo de estos tiempos decadentes: los coros y danzas de Pilar Rahola, los delirios de chaqueteros como Elena o Dante Fachín, el mesianismo de Puigdemont, el fanatismo de Torra imitando al villano Gargamel, el clericalismo simplón de Junqueras, el aflautado tono de monaguillo de Aragonès, la ignorancia supina sobre historia de la portavoz Plaja, el astronáutico horizonte de Puigneró…
La frustración por no haber culminado el mandato del 1-O ha tenido muchos otros costes añadidos, pero deducir de esta evolución el agotamiento del independentismo es un diagnóstico precipitado. La violencia mostrada por cachorros fanáticos en la reciente agresión a estudiantes constitucionalistas o el etnicismo lingüístico de la consejera Gemma Geis con la servil genuflexión de la cohorte rectoral deberían ser, por ejemplo, síntomas a tener muy en cuenta por el Gobierno central.
Como los tres monos sabios (no ver, no oír, no hablar), es admirable la autocensura de muchos militantes y simpatizantes socialistas y podemitas ante la insistencia ultra de sus socios parlamentarios. También es envidiable el convencimiento que tienen aquellos que apoyan a la izquierda gobernante sobre los inminentes frutos que puede dar en Cataluña la triple combinación de mesa de diálogo, descentralización de ubicaciones institucionales y premio gordo en el sorteo de los próximos presupuestos generales del Estado. Por intentarlo nada se pierde, han debido pensar. Cabe también dudar de esa estrategia si nos planteamos un par de sencillas preguntas: ¿el independentismo es solo un error de Cataluña? ¿O Cataluña es solo un error del independentismo?
La capacidad de acción del procesismo gobernante es todavía muy alta. La decadencia afecta a las formas, pero no al fondo. Las derechas y los nacionalistas españoles afirman que los pasos dados por el Gobierno central son concesiones para salvar la legislatura, sin ir más allá. Sin embargo, es posible que Sánchez y el PSC tengan un proyecto a un plazo algo más largo que el corto horizonte electoral.
Más tarde o más temprano, Sánchez llegará al punto de la negociación donde le estarán esperando ansiosos los decadentes independentistas, y quizás le suceda como al presidente de México López Mateos en su primera visita oficial a Estados Unidos. Kennedy le comentó durante la cena que llevaba un reloj muy bonito, y el mexicano se lo regaló. Poco después, López Mateos le dijo: “¡Qué guapa es su esposa!”. Kennedy se quitó el reloj y se lo devolvió.
Mientras el Gobierno no dé los pasos necesarios e innegociables para recuperar la presencia del Estado en Cataluña, cualquier concesión tendrá un límite y vuelta a empezar. Al final, los independentistas acumularán concesiones, pero nunca cederán a su nación, su amada esposa. Pero, a diferencia de Kennedy, no tendrán la dignidad de devolver nada de lo recibido hasta entonces, ni siquiera un reloj.