La falta de gasolina en los surtidores británicos no es más que la punta del iceberg de un mal que nos aqueja globalmente, el populismo. Reino Unido, que ya gozaba de una posición de privilegio en la Unión Europea, decidió salir del club europeo mediante un referéndum que se ha demostrado más que intoxicado por las malas artes de las nuevas tecnologías. Poco importa que Cambridge Analytics haya desaparecido, el mal, mucho, para occidente está hecho.
Cuando decisiones tan importantes se toman basados en los sentimientos, cuando no se mueven por bajas pasiones, las consecuencias suelen ser terribles. A los brexiters, encabezados por el actual primer ministro británico, el Covid les ha sentado de maravilla pues no solo ha tapado muchos de sus problemas sino que, además, les ha permitido lucir el liderazgo con el tema de las vacunas, facilitado por la timorata y burocrática actuación de la Unión Europea. Pero ahora que se levanta, esperemos que para siempre, la niebla de la pandemia, se les ven las vergüenzas, y estas son muchas.
La xenofobia fue, sin duda, una de las palancas que captaron muchos votos pro brexit. Pero ¡oh sorpresa!, un país avanzado, con un salario medio cercano a los 50.000 euros, o sea el doble del español, necesita inmigrantes para crecer y para asumir trabajos poco glamurosos. En un mercado laboral cerrado donde para entrar se requiere una oferta de trabajo formal y una visa, hacen falta, como poco, dos millones de trabajadores, 100.000 de ellos para conducir camiones. El ir a buscarse la vida a Londres, sea un estudiante o sea un camionero, ahora es inviable.
La imprevisión del gobierno inglés hace que hoy no haya personas que conduzcan camiones y, por tanto, ahora que la vida comienza a ser normal, no hay quien lleve combustible a las gasolineras o tomates a los supermercados. Movilizar al ejército para esto es, simplemente, una vergüenza cuando no una malversación de fondos públicos flagrante.
Hace tiempo que hemos perdido el sentido común en esta tierra, pero no estaría mal pensar qué hubiese sido de nosotros si los iluminados que gobernaban Cataluña se hubiesen salido con la suya hace cuatro años. Los problemas de Inglaterra, un país rico y respetado en el mundo, serían una broma en una Cataluña fuera de la Unión Europea. Las inconstitucionales y pseudomágicas leyes de transitoriedad, que ojalá hubiesen desencadenado la intervención de la autonomía evitando los problemas que tuvimos en octubre, solo tenían una cosa buena, se apoyaban en la legislación española vigente para cubrir todos los huecos que producía una decisión irracional. Un país no se diseña en un fin de semana al calor de la ratafía.
No deja de ser curioso que las únicas “estructuras de estado” catalanas han sido, y son, las que alimentan la propaganda del régimen, con TV3 y Catalunya Ràdio al frente. Independizarse en el siglo XXI apoyándose solo en la propaganda era, y es, simplemente, inviable. El paralelismo con la imprevisión británica es más que evidente.
Pedir autocrítica a la banda que soporta a quienes nos malgobiernan es misión imposible, pero el espejo británico debería servir a quienes aún van con el lirio en la mano para entender que, como bien dijo un Mosso d'Esquadra de la Brimo en diciembre de 2018, “la República no existe, idiota”.