Mientras el sacerdote leía el sermón consolador que correspondía a la funeral ocasión, me distraje, y pensé que esta muerte de una mujer tan valiosa y simpática refleja el estado de las cosas a mediados de agosto: otro pavoroso incendio.
Han ardido estos días 175.000 kilómetros en California, 180.000 en Turquía, 65.000 en Grecia, y cuando el sacerdote pronunciaba su sermón yo ya había leído las predicciones de una agencia meteorológica según las cuales “es probable que una ola de calor mucho más intensa afecte a España y Portugal, llegando el fin de semana a 46 grados en Andalucía y a 44 en Extremadura”, con la subsiguiente catástrofe, porque algún despistado tirará una colilla encendida, o algún chifladito prenderá una llama por el gusto de ver un incendio.
Me puse a pensar en el estado de las cosas: si Israel ha dado marcha atrás en sus medidas liberalizadoras frente al virus, que hace unas semanas allí estaba supuestamente vencido, quiere decir que la pandemia ha vuelto a descontrolarse. El precio de la electricidad se desboca y la factura de la luz sube y sigue subiendo, proyectándose hacia el cielo, porque nos negamos a la energía nuclear y porque nuestros gobiernos se han vendido el monopolio a empresas extranjeras que operan según la lógica del capitalismo desbocado: aprieta, aprieta, saca todo el rendimiento posible.
De pie, hermanos.
El cura seguía hablando, era evidente que no conoció a la difunta, yo para qué iba a escucharle. Pensé en el Apocalipsis, sentí la tentación del fin del mundo. Pensé que estamos en manos de una clase dirigente que se entretiene en bizantinismos, de un Estado inoperante que se mueve como un crustáceo con tendinitis, mientras la opinión pública se emociona con la marcha de Messi a París.
Pensé: lo peor es que el futuro es sombrío. No hay un horizonte de optimismo para los jóvenes, y yo, además, estoy en este funeral.
Pensé que la imagen que resume este momento es esa monja argentina, catalana de adopción, poseída por no sé qué tara mental que la ha llevado a grabarse en vídeo, vestida de forma ridícula, dando brincos en un paisaje rural desierto y crepuscular, gesticulando con alegría tontiloca, y rapeando así: “Leo Messi no se vende / Leo Messi no se va. / Leo Messi es patrimonio / patrimonio nacional”.
¿Una alegría franciscana? Una escena beckettiana. La confirmación de la falta de sentido general de nuestra aventura en la tierra, que me recuerda al Andalet, el tonto del pueblo, cuando venía a tocar el acordeón a nuestra puerta.
En la capilla seguía la representación. Unas empleadas de la funeraria introdujeron el ataúd, y pensé que, en vez de refocilarnos en la catástrofe, tan bien, tan literalmente representada por la caja de madera al pie del altar, lo que tenemos que hacer es buscar inspiración en los héroes anónimos y en los santos de civil que caminan entre nosotros.
¡Son muchos más de lo que solemos creer! Ellos dibujan otro mapa del estado de las cosas, un mapa muy diferente del que las malas noticias objetivas nos muestran con tan deprimente claridad. El tétrico ataúd me recordaba, entre otras cosas, que también el altruismo, la abnegación, la simpatía, la compasión, la generosidad, circulan como una red subterránea, benéfica, afectuosa, por el cuerpo del mundo abrasado en los incendios de agosto, y reclaman atención y compromiso.