Joan Lluís Bozzo se jubila. Ya era hora, el ritmo que de vida que llevaba este hombre era inaguantable. Entre dirigir la compañía de teatro Dagoll Dagom y dedicarse a buscar pobres trabajadores a los que intimidar si le hablan en castellano, Bozzo apenas tenía vida privada. Al final, es humano como todos, y tuvo que elegir entre sus dos pasiones, compaginarlas era imposible. Llega un momento en la vida, en el que uno debe tomar uno de los dos caminos a los que está destinado, y naturalmente, en el caso de Bozzo pudo más la vocación de señalar a los malos catalanes, que no es tan lucrativa como el teatro pero a veces un hombre debe tomar decisiones con el corazón, prescindiendo de la economía. Especialmente si ésta la tienes bien resuelta como presumo la tiene Bozzo.
Imagino lo mal que lo debía pasar en los ensayos el bueno de Bozzo, corrigiendo a esa actriz que no se sitúa bien, o aconsejando a ese meritorio que no termina de pillar el tono. Mientras hacía todo eso, la mente se le iba hacia el exterior del teatro, donde tal vez en ese mismo instante un camarero le estuviera diciendo a un cliente “los jueves tenemos arroz” en lugar de “els dijous tenim arròs”. ¿Cómo podría Bozzo ejercer de director a plena satisfacción, cuando quizás a pocas manzanas de allí se estaba atentando contra la lengua catalana? No, así no se puede trabajar. Era necesario tomar una decisión, y ya la ha tomado. Lo que pierde el teatro, lo gana la lengua. Bueno, eso va a gustos, no son pocos los que piensan que con la jubilación de Bozzo, el teatro sale ganando.
El ideal de Bozzo habría sido poder combinar ambas pasiones, y --quizás escondido entre bastidores-- pillar a dos actores que creyéndose a salvo de su director, intercambian unas frases en castellano. Eso sería para Bozzo el paraíso en la tierra, puesto que podría indignarse con ellos, qué digo indignarse, echarlos a patadas de la compañía, a la vez como director de la misma y como garante de la lengua catalana, título este último honorífico y no remunerado, aunque no por ello menos valioso, por lo menos en su cabecita.
No cayó esa breva, situaciones como la anterior se dan en contadas ocasiones, seguro que los actores de su compañía se cuidaban mucho de no usar el castellano ni para pedir la hora, menudo es Bozzo. Dirigir teatro sin poder ejercer de guardián del catalán debía de ser algo inaguantable para el director. Ahora sí, ahora, con la jubilación, podrá dedicar ocho o diez horas al día a viajar por toda Cataluña pillando in fraganti a inmigrantes, trabajadores y otra chusma que no habla catalán con sus amos, es decir, con los catalanes de cuna como Bozzo. El placer de encararse con una ecuatoriana recién llegada que todavía no pronuncia bien “aleshores” o “àdhuc” es para Bozzo infinitamente superior a una ovación cerrada del público a final de una función. Las auténticas ovaciones, Bozzo lo sabe mejor que nadie, son las que lleva a cabo el propio corazón. Corazón catalán, faltaría más.
Los hay que aprovechan la jubilación para descansar. No será este el caso de Bozzo, que va a trabajar ahora con mucho más ahínco que cuando era persona laboralmente activa, es un decir. Una vez liberado del yugo de los escenarios, donde --seamos sinceros-- nadie va a echarlo en falta, podrá destinar todo su tiempo a perseguir castellanohablantes, no van a tener éstos suficientes piedras en toda Cataluña bajo las que esconderse. Vayan otros jubiletas a jugar al dómino o a la petanca, diríjanse a comprobar si esta obra avanza al ritmo previsto o lleva retraso, que el gran Bozzo intentará recibir de los talibanes de la lengua las ovaciones que en sus últimos años le hurtaba el público.