“Quien vive de ilusiones, morirá de decepciones”, señala el refrán, y es un buen consejo que todo el mundo debería aplicarse, tanto constitucionalistas como separatistas, para la nueva etapa que se abre en Cataluña. El estudio del ICPS que ayer reseñaba Crónica Global da las claves para entender el nuevo escenario en el que la pasión secesionista sigue a la baja desde 2017. Aunque en las encuestas el voto favorable a una eventual independencia se sitúa todavía alrededor del 45%, solo una minoría, cada vez más pequeña, la cree posible. Como ilusión se mantendrá fuerte entre aquellos que durante el procés se movilizaron y vivieron esos años con emoción adolescente, pero que como reclamo político se está desactivando, sobre todo entre el electorado de ERC. Ahora bien, eso no significa que vaya haber un acuerdo en la mesa de diálogo entre el Gobierno español y el Govern. Ayer Pedro Sánchez y Pere Aragonès pactaron el calendario del desacuerdo, pero, sobre todo, el andamiaje para la vuelta a una cierta normalidad.
En política territorial las posturas son irreconciliables. Los republicanos no renunciarán jamás a un referéndum, mientras la otra parte se mantendrá en el “ni quiero ni puedo” que ya verbalizó Mariano Rajoy frente a Artur Mas. Y eso mismo es lo que le ha dicho Pedro Sánchez a Pere Aragonès, por mucho que desde la derecha se insinúe que los indultos son el primer paso para dar a los independentistas lo que desean. Es al revés, la medida de gracia es el único gesto político de calado que podía hacer el Gobierno ante la sociedad catalana sensible al soberanismo. Son indultos parciales, penalmente baratos, porque lo peor de la cárcel ya se lo han comido, que fortalecen la imagen de la democracia española en el exterior, y permiten exigir ahora que den ellos algún paso dentro de Cataluña como, por ejemplo, volviendo a convocar la mesa de partidos, tal como reclama el PSC, y a la que tanto Cs como PP han dicho que asistirían si se hace en el Parlament.
Las formas y el tono van a mejorar, como se vio con la presencia de Pere Aragonès en la cena de gala del Mobile con el Rey, pero como dijo el ingenioso torero Rafael Guerra, “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”. Una cosa es que las encuestas avalen el diálogo, y otra que ese diálogo únicamente sirva para constatar lo que ya sabemos, que hay un abismo insalvable, pero que la única alternativa es vivir de espaldas y el daño mutuo. El independentismo está exhausto y escarmentado, y no solo por la privación de libertad y las inhabilitaciones, que también, sino porque al final los cabecillas se juegan su patrimonio, como vio de forma preclara el exconseller Jordi Baiget en julio de 2017 cuando afirmó, “podría aguantar la prisión, pero no si van contra el patrimonio”. Carles Puigdement lo fulminó y se abrió una crisis dentro del Govern que estuvo a un tris de hacer descarrilar el referéndum del 1-O y precipitar nuevas elecciones. Seguro que estos días, ante el acongoje por las posibles órdenes de embargo del Tribunal de Cuentas, muchos se habrán arrepentido de no haber aprovechado cuando se presentaron ocasiones para evitar el aciago otoño del procés.
En el otro lado, tampoco el Gobierno de Sánchez puede hacer otra cosa que ganar tiempo y amarrar sus apoyos en el Congreso. No es poca cosa disfrutar de dos años de tregua institucional y de retorno a la normalidad, lo cual permitirá al líder socialista ir a las próximas elecciones como el “pacificador” del conflicto en Cataluña, aunque sea en forma de ultracongelado. Entre tanto, además de abordar el reparto de los fondos europeos, la cuestión de El Prat o la necesaria revisión del modelo de financiación autonómica, lo que se pondrá en marcha con ganas son las comisiones mixtas Estado-Generalitat. Aquí es donde se producirán los avances reales, que servirán para constatar que las reivindicaciones que tanto Mas como Puigdemont plantearon a Rajoy en materia de autogobierno y que en 2020 Quim Torra elevó a Sánchez, los famosos 44 puntos, son atendibles o negociables casi en su totalidad. Y eso resultará muy útil para ambos ejecutivos en el momento de explicar dentro de dos años que, pese al abismo que les separa, el diálogo ha sido fructífero para desencallar cuestiones importantes.
¿Significa que estamos a punto de entrar en una etapa de plena normalidad, como si el procés ya no existiera? Evidentemente, no. La pulsión secesionista va a seguir operando, y de vez en cuando volverán las soflamas como la de Oriol Junqueras anteayer (“la independencia es un deber”), con una de cal y otra de arena. Desde el Govern se mostrarán siempre insatisfechos, pero no desobedecerán ni por asomo. Tampoco los constitucionalistas catalanes estaremos contentos con la nueva situación, seguiremos sintiéndonos marginados, invisibilizados por el Govern y su maquinaria propagandística, pero divididos como estamos por culpa del salvajismo que recorre la política general española, no tenemos mejor alternativa. Si alguien se preguntaba cómo sería la máxima normalidad que se podría alcanzar algún día en Cataluña. Ahora ya lo sabe. La normalidad es esto.