Cien días después de las elecciones y de manera agónica, finalmente se consiguió conformar un gobierno independentista en Cataluña. Con toda la escenificación previa de desencuentros y con el abismo siempre como horizonte posible, la cuenta de pérdidas y ganancias que han hecho los dos partidos en juego los ha llevado a un acuerdo al que no parecen dar mucho recorrido ninguno de los firmantes, que tiene la obsolescencia programada. Hemos asistido a una batalla política y sobre todo mediática para intentar endosar los costes del fracaso al otro, pero el empate en los posibles efectos nocivos, así como un acentuando sentido de ocupación del poder ha dado lugar a un acuerdo en el que no cree nadie. Sólo se gana tiempo y comienza la cuenta atrás. Hay en competencia no sólo estrategias confrontadas, sino fobias y descalificaciones bien engrasadas y alimentadas durante los últimos tiempos.
Entre el anuncio del acuerdo y el pleno de investidura ya se están dando episodios de hostilidad. El texto firmado tiene la ambigüedad suficiente para ser interpretado a conveniencia de cada uno y poder ser utilizado a gusto como arma arrojadiza. Resultaba bastante evidente que acabaría por hacerse un pacto temporal, que se impondría una tregua, que no un armisticio. ERC ha sido prisionera del temor bien arraigado a ser tachados de traidores en un relato independentista que domina claramente el mundo de Puigdemont. También el no hacer ascos a la oportunidad de ocupar la presidencia de la Generalitat, esperando un efecto balsámico y casi prodigioso de esta institución. La experiencia del anterior presidente debería haber hecho evidente que los milagros en política son más bien escasos. Para ello, han tenido que soportar menosprecios y humillaciones repetidas del socio contrincante, interesados en hacerlos llegar a puerto minorizados en su autoridad. La renuncia a formar parte del Gobierno de Elsa Artadi y de los “pata negra” de Waterloo no puede entenderse sino en esta clave.
No se puede negar que JxCat ha jugado bien sus cartas. Algo especialmente relevante si atendemos a que, dentro, conviven al menos tres almas y no con mucha armonía ni con objetivos coincidentes. La pulsión pujolista de poder, sin embargo, se mantiene intacta y han sabido utilizar los temores y complejos del rival. Como en el filme de Nicholas Ray, Rebelde sin causa, han asumido el estoico papel de James Dean/Jim Stark aguantando la carrera hacia el abismo hasta que el competidor ha frenado abandonando el discurso de gobierno alternativo o en solitario que no tenía ninguna credibilidad, ni siquiera posibilidad de hacerse posible. No está nada mal que habiendo conseguido sólo el 20% de los votos y la tercera plaza en las elecciones, los de JxCat se dispongan a gestionar el 70% del presupuesto de la Generalitat y disfruten del escaparate de la presidencia del Parlamento. También resulta paradójico que con una cámara en la que más del 70% de los diputados se dicen de izquierda, las decisiones claves las tome a partir de ahora la derecha. El precio pagado por ERC para una presidencia del Govern notablemente devaluada aumenta si tenemos en cuenta que ha quedado este partido totalmente prisionero de una estrategia que no es la suya, o al menos no es la que afirmaban tener. Las ocasiones para que el “procesismo” les pase factura serán muchas. La situación conflictiva y la estabilidad insegura de la mayoría de gobierno española tampoco les ayudará mucho.
A pesar de la excepcionalidad de los tiempos que vivimos, la política catalana parece cómodamente instalada en continuar practicando un espectáculo formal muy vistoso y entretenido, pero absolutamente irrelevante respecto al bienestar y las perspectivas de futuro de sus ciudadanos. Se les sigue sin dar las malas noticias con relación a unas expectativas y promesas creadas por el Procés, durante años, que distan mucho de poder ser alcanzadas en un plazo histórico razonable. Pero se mantiene el discurso y continúa la representación. El independentismo, como la orquesta del Titanic, continúa tocando una música que no se corresponde a una realidad circundante que requiere de otras partituras y, probablemente, de nuevos intérpretes. La disonancia cognitiva se ha instalado en la sociedad y la política catalana: desarmonía en el sistema de ideas, creencias y emociones que genera una disparidad entre lo que se piensa y se plasma con la forma en que se actúa. Tarde o temprano alguien tendrá que decir la verdad, tratar a la sociedad catalana como adulta, reconocer que iban "de farol” y que lo que se había prometido no es mucho más que una quimera, algo que, en todo caso, no puede ir más allá de un sentimiento que resulta difícilmente materializable. Sería un primer paso para recuperar el sentido de la realidad y, de paso, afrontar todo lo que no hemos encarado en la última década. No hacerlo, conllevará instalarnos, casi definitivamente, en la esquizofrenia.