Durante los últimos años, hemos visto cómo nuestras instituciones han ido perdiendo su prestigio, ya sea por las abundantes tramas de corrupción o por el escaso impulso reformista. A raíz de la pandemia, sus patologías se han hecho más patentes que nunca. Las instituciones han desaprovechado la oportunidad de recuperar su credibilidad y han reafirmado el amateurismo de sus directivos.
La administración catalana, como sucede con sus análogas en el resto del estado, está repleta de cargos directivos que, si bien asumen grandes responsabilidades, no siempre están cualificados para ejecutarlas. Según la OCDE (2017), España es, junto con Turquía y Chile, el único país donde se sustituyen entre el 95% y el 100% de los altos directivos públicos cuando se produce un cambio de gobierno. En particular, el fin del ciclo electoral en Cataluña compromete a más de 340 cargos públicos entre consejeros, secretarios generales, directores generales, delegados, miembros del gabinete, asesores, etc. La mayoría son designados a dedo, en base al amiguismo político y al intercambio de favores, dejando de lado la idoneidad del candidato para el cargo o sus aptitudes profesionales. Asimismo, al no estar sometidos a ninguna fiscalización, y al no evaluarse los resultados de las políticas aplicadas, los incentivos para prestar buenos servicios públicos y mejorarlos se desvanecen junto al prestigio de nuestras instituciones.
En contraposición con nuestro particular savoir faire, los países del norte de Europa --pero también países más cercanos como Portugal-- presentan una arquitectura institucional meritocrática y sistemas de dirección pública profesional, basados en los principios de transparencia, publicidad, competencia, concurrencia y aptitud. Esta es la línea para desligar el buen funcionamiento de la administración de los ciclos electorales. Debemos pasar del clientelismo a la profesionalización. Llegar a ocupar un cargo directivo público debería ser visto como un éxito profesional y no político, y para ello es necesario que su nombramiento se fundamente en criterios de trayectoria y capacitación profesional a través de un proceso de selección competitivo, abierto y transparente que sea capaz de atraer y retener talento, también internacional.
Una dirección pública profesional no se reduce a acreditar unas aptitudes para acceder y mantenerse en el cargo, sino que su alcance va mucho más allá: es un motor de progreso e innovación que implica una mayor satisfacción de los ciudadanos con sus administraciones públicas. En particular, la obra de Dahlström y Lapuente estima que este cambio de paradigma tendrá un impacto significativo en la gestión y gasto públicos y constituirá un arma eficaz para la lucha contra la corrupción. En la misma línea también se posicionaron la Comisión de Expertos para la Reforma de la Administración Pública y su Sector Público (2013), el Consejo Asesor para la Reactivación Económica y el Crecimiento (2012) y el Fórum de Entidades para la Reforma de la Administración (2013), que inspiraron al gobierno catalán en su Proyecto de Ley de Ordenación del Sistema de Dirección Pública Profesional de la Administración de la Generalitat de Cataluña y su Sector Público.
Desafortunadamente, este proyecto de ley nunca llegó a ver la luz; hecho que constituye un síntoma inequívoco del poco consenso político para avanzar en esta dirección. Sin embargo, el contexto actual es muy diferente: hasta siete de los partidos que concurrían a las elecciones al Parlament el pasado 14 de febrero propusieron en sus programas electorales algún sistema de profesionalización de la dirección pública. Además, esta idea ha vuelto con fuerza al debate público a raíz del manifiesto titulado Por una dirección pública profesional. Aun así, veremos si el gobierno de coalición que surja tendrá la valentía política necesaria para transformar el consenso actual en un proyecto de ley. El disparo de salida para recuperar el prestigio de nuestras instituciones está cargado, solo hace falta que jueces y atletas tomen sus respectivas posiciones.