Al independentismo le gusta mucho estos días regocijarse en la crispada campaña madrileña y en la amenaza que supone Vox, partido al que se presenta como la encarnación del fascismo español o del franquismo sociológico que pervive en las estructuras del Estado, desde el Ministerio del Interior hasta la prensa conservadora, pasando por la judicatura y, claro está, la monarquía. Es lo que escribió Toni Soler en el diario Ara el pasado domingo. También los partidos de izquierdas, sobre todo Podemos, plantean el dilema de que en Madrid el 4 de mayo hay elegir entre “fascismo o democracia”. Es una retórica muy arriesgada porque si esa noche pierde la “democracia”, entonces, qué hacemos. Pero es que, además, intelectualmente es un disparate. La formación de Santiago Abascal no es un organización fascista porque, como nos recuerda Antonio Scurati a propósito de su brillante biografía novelada sobre Benito Mussolini, “lo esencial del fascismo es la violencia”. Y Vox no usa la violencia ni justifica el uso de la fuerza para conseguir sus fines. Tampoco se puede afirmar que pretenda instaurar un sistema autoritario. En ningún momento propone anular la Constitución de 1978, aunque sí enarbola la promesa populista de suprimir las CCAA como solución a casi todos los problemas (“autonomías o pensiones”, formuló  Abascal en las elecciones generales), lo cual sabe que no logrará nunca porque haría falta un amplísimo consenso para llevar a cabo una reforma constitucional que, además, tendría que ser sometida a referéndum.

Según el profesor de la Universidad de Kent Carles Ferreira en un estudio sobre la ideología de Vox, publicado en la Revista Española de Ciencia Política (núm. 51, 2019), sus elementos definitorios son: nacionalismo, nativismo, autoritarismo y defensa de los valores tradicionales. Su agenda socioeconómica es neoliberal, por lo que el discurso populista es solo un factor complementario y siempre subordinado a la retórica nacionalista (por ejemplo, supresión de las autonomías). Ferreira tampoco ha detectado ninguna propuesta ni fragmento discursivo que haga pensar que Vox pretende instaurar un régimen dictatorial en España, ni que la violencia forme parte de su modus operandi habitual.

Por tanto, estamos ante una formación de derecha radical, que combina nacionalismo y xenofobia, que apela a la soberanía nacional frente a la federalización europea, con una concepción autoritaria de la sociedad que descansa en valores tradicionales (antifeminismo), y cuyo modelo económico es neoliberal, lo cual la aleja del populismo antiglobalización que practican formaciones homólogas en Europa. Es cierto que cataloga como “enemigos de España” tanto a las izquierdas como a los separatistas, pero eso responde a su ideología de ultraderecha y nacionalista, y no es fascismo ni neofascismo. Curiosamente, en el Parlamento Europeo, Vox no se sienta junto a Le Pen y Salvini, sino en el grupo de los Conservadores y Reformistas, donde están los ultracatólicos polacos de Ley y Justicia, al lado también del partido que en Bélgica apoya a Carles Puigdemont, los flamencos nacionalistas de N-VA. A muchos no nos gustan esas ideas, sus formas chulescas o su retórica cargada de odio, pero llamar equivocadamente a las cosas es siempre un error.

Para entender la ideología de Vox, no podemos olvidar que se fundó en diciembre de 2013 como escisión derechista del PP, de su ala más conservadora, que no se sentía cómoda con las políticas contemporizadoras de Mariano Rajoy, por ejemplo, en la ley del aborto. Ahora bien, el éxito electoral del partido que acabaría liderando Abascal, no llegaría hasta finales de 2018, en las elecciones andaluzas. Y eso cronológicamente ocurre tras el otoño del procés. Esa crisis secesionista lo cambió todo en España. Si en las autonómicas de 2015, Vox había obtenido el 0,75% de los votos, menos de tres años después cosecha casi el 11%, con cerca de 400 mil votos, y 12 diputados. Los sorprendentes resultados de la formación ultraderechista en Andalucía se explican como reacción nacionalista a la tensión vivida un año antes en Cataluña, cuyo desafío cuanto menos retórico seguía en pie con la presidencia vicaria de Quim Torra, con Puigdemont fugado de la justicia y Oriol Junqueras en la cárcel acusado de rebelión. Y no olvidemos que pocos meses después Vox iba a ejercer de acusación popular en el juicio del procés.

Es cierto que no solo es un partido nacionalista, y que otros elementos de su ideología como la xenofobia pesan cada vez más, como estamos viendo en la campaña de Madrid, pero el despegue en votos se produjo principalmente en esa clave, como consecuencia del descrédito del Gobierno Rajoy por blando e incompetente frente a los independentistas. En definitiva, la ultraderecha es hija del procés, de la tensión secesionista que se activó a partir de 2012 con el pacto entre CiU y ERC para investir a Artur Mas a cambio de una consulta soberanista. Aunque en las europeas de 2014 Vidal-Quadras se quedó cerca de obtener representación, a Vox le cuesta arrancar. Si bien en 2015 y 2016 la tensión en Cataluña iba in crescendo, fue ignorada mayormente por la opinión pública española, que estaba en otros temas. También porque el Gobierno del PP se esforzó por trasladar el mensaje de que el desafío no iría a ninguna parte y que en ningún caso habría referéndum. Pero 2017, lo cambió todo. Y tras la moción de censura que desalojó a Rajoy en mayo de 2018 y hundió electoralmente al PP, Vox se lanzó a recoger el voto del hombre cabreado, de la derecha españolista que ya antes había explotado con el procés.