Debería estar prohibido celebrar plenos del Parlament fuera del Parlament, o por lo menos debería acondicionarse un lugar más solemne. Hasta muchas horas después de estar en un bar viendo la tele que ahí estaba en marcha, no me di cuenta de que TV3 no estaba retransmitiendo un examen teórico de autoescuela, sino un pleno de investidura. Aquellas sillas como de examen de opositores, aquel color blanco como de urgencias hospitalarias, aquella gente como sacada de un psiquiátrico y puesta allí de relleno, aquellas conexiones televisivas como extraídas con fórceps de un útero nacionalista, no podían de ninguna manera ser la máxima expresión de la democracia. Aquello sólo podía ser la tercera oportunidad que algunos tenían para sacarse el B1, o como se llame ahora el permiso para llevar automóvil.
Que conste que ya me parecía raro que a Sanchis le diera por mostrarnos cómo se sacan el carné los catalanes, pero mucho más raro me hubiera parecido que alguien me dijera que allí estaban eligiendo al president de la Generalitat. Y al parecer eso es lo que ocurría. Se ve que un montón de gente se reunió en una sala para decidir quien sería el presidente catalán durante los próximos años, como si alguien hubiera notado la diferencia entre tener presidente o no tenerlo. Cuentan que en los últimos meses un tal Pere Aragonès aseguraba por ahí que no era presidente sino vicepresidente en funciones, y cuentan también que no hay catalán alguno que haya notado algún cambio en su vida respecto a los meses y años anteriores, cuando --por lo menos eso aseguran-- había presidente. O sea que nadie sabe qué falta nos hace a los catalanes un presidente --sea sustituto o no--, un Govern, unos consejeros y unos directores generales, si nos la apañamos la mar de bien sin todos ellos, y sin tanto gasto.
Regresando a lo que parecía el examen de la Dirección General de Tráfico. No es que los diputados pusieran mucho de su parte para dar a entender que ahí estaban a lo que estaban. Entre que unos se presentan uniformados con mascarillas amarillas, otros se largan cuando el que habla no es de su gusto, y los de más allá están pendientes del teléfono móvil, uno espera que en cualquier momento Laura Borràs, la señora que al parecer los vigila para que no copien, esa que se sienta al frente y luce sonrisa extraña, les pregunte de qué forma se debe entrar en una rotonda o si un niño de cinco años puede ir de pasajero sin sillita. Nadie en su sano juicio podía suponer que se trataba de investir un presidente.
--Oiga ¿usted sabe si el examen de conducción práctica lo vamos a hacer hoy mismo, o habrá que esperar una semana?-- me preguntaba un diputado llegado de provincias.
Si uno intenta celebrar algo solemne, no digamos si se trata de elegir a un presidente que se enfrente a España, a Europa, a la ONU y a la FIFA, debe hacerlo en un lugar donde los asientos sean como mínimo de roble y tapizados de terciopelo rojo. Con menos de eso no hay quien nos tome en serio, y a lo máximo que podemos aspirar es a reclamarle a España que en las señales de tráfico ponga “Pareu” en lugar de “Stop”, aunque lo cual ya sería mucho más de lo que han conseguido los últimos gobiernos catalanes.
Uno espera que después de la pandemia, los plenos del Parlament se continúen celebrando en lugares asépticos como quirófanos. Los escaños de verdad, los de madera noble, deberían estar reservados para políticos que en verdad se ocupen de los ciudadanos. Para discutir sobre repúblicas imaginarias, para debatir sobre independencias irrealizables, o para estar pendientes de lo que Puigdemont nos dicta desde Waterloo, nos vale con unas cuantas sillas de opositores o de alumnos de autoescuela. Y si alguno aprende que saltarse un semáforo es ilegal aunque tenga mayoría, eso que habremos salido ganando.