De gobiernos los hay de múltiples clases. En una situación de mucho empate, como ha descrito el profesor Juan Rodríguez Teruel los resultados del 14F, los puede haber imposibles, improbables, inoportunos, incómodos o inevitables. El próximo gobierno de la Generalitat se anuncia incómodo e inevitable. Inevitable porque solo hay una suma real al alcance de negociadores timoratos e incómodo porque implica la repetición de la depresiva experiencia del mandato de Quim Torra.
El puñado de votos que ERC le sacó a Junts da para gobernar con Junts y poco más. Cualquiera otra opción requeriría de los republicanos una fuerza parlamentaria que no tienen y un liderazgo social que todavía no se les reconoce. De momento tendrán la presidencia de la Generalitat, suficiente para dar por buenos unos resultados complejos y renunciar a la tentación de forzar una repetición electoral para no perder lo que han obtenido. Nada les puede asegurar que con una participación diferente su ventaja con el partido de Puigdemont se mantuviera igual o que el PSC no ampliara su distancia respecto de ellos complicándoles algo más el margen de maniobra. Para un partido que lleva una vida esperando presidir de nuevo un gobierno catalán cualquier riesgo es excesivo.
Un gobierno incómodo e inevitable es en realidad un gobierno indeseado. La ilusión de Pere Aragonès y los suyos por tener que compartir la gobernación de Cataluña con sus socios de Junts es fácil de imaginar dada la infidelidad sufrida y las interferencias provocadas. Y viceversa. En Waterloo debe imperar una alegría indescriptible por tener que seguir en un gobierno presidido por ERC, partido al que considera desleal y colaboracionista del gobierno del oprobioso Estado español. Y ambos socios no pueden sino estar intranquilos por seguir dependiendo de los votos de una imprevisible CUP reforzada por las urnas.
A pesar de todo, ERC ha eliminado al PSC de la ecuación para salir de la crisis catalana, quedándose sin otra opción que pactar con Junts, sabiendo, eso sí, que Junts no puede perder su cuota de poder para no caer en la bancarrota. La ecuación catalana es manifiestamente incompleta sin los socialistas, sin embargo, por ahora este es el planteamiento vigente. Ambos socios deben responder, además, a la expectativa creada en torno al 50% de los votos independentistas, expectativa sobredimensionada por ellos mismos hasta convertirla en un argumento imbatible para exigirles seguir siendo socios casi a la fuerza.
Las conversaciones para renovar su pacto de gobierno se alargan teatralmente. Cuanto más tarden, más tiempo para la aparición de un nuevo desencuentro; por ejemplo, sobre las medidas de reactivación social a tomar ante las dudas permanentes sobre el control del contagio. La ANC, el hada madrina del movimiento, necesitará pronto un gesto de autoridad sobre los partidos para hacer olvidar su estrepitoso fracaso en el control de Pimec, en teoría la patronal del tejido empresarial más asequible a sus planteamientos. Unas concentraciones populares para presionar la reedición del gobierno Torra, bajo presidencia de Aragonès, no harían sino aumentar la sensación de que unos y otros se ven empujados a un acuerdo forzado.
Los inconvenientes de un gobierno indeseado no los soportarán solo los dos socios de gobierno. Todas las políticas imprescindibles para enfrentar la crisis económica y social provocadas por la pandemia se resentirán de la desconfianza estructural de la coalición, exhibida en los últimos años y agravada por la campaña electoral. La polarización interna de Cataluña se mantendrá intacta porque empeorar no puede. Las discrepancias tácticas del independentismo no se resolverán a corto plazo porque entre negociación y unilateralidad hay un abismo insuperable por el discurso naif de la posibilidad de compaginar ambas doctrinas y porque ninguno de los contendientes ha obtenido del voto independentista un respaldo mayoritario a sus tesis.
La decantación hacia una u otra tesis dependerá paradójicamente del gobierno central. De los próximos movimientos de Pedro Sánchez respecto del conflicto político catalán que nunca llegan; siempre hay una urgencia, una crisis de coalición por resolver, un análisis electoral por estudiar o una comisión jurídica de nunca acabar. Naturalmente, Cataluña no puede permanecer formalmente sin gobierno a la espera de noticias políticas de Madrid.
Y las que llegan de Bruselas para los eurodiputados Puigdemont, Comín y Ponsatí reactivaran el frente judicial. Y ya sabemos que el punto de encuentro de las desconfianzas independentistas siempre acaba en una declaración retórica enfrentando “el diálogo tramposo” a la “incesante persecución”. La provisionalidad del gobierno formado con tan pésimas expectativas se presenta como el único aspecto positivo que considerar.