A estas alturas ya sabemos todos (salvo, al parecer, el Gobierno) que ERC no es un socio de fiar. La última prueba --por ahora-- ha sido la negativa a apoyar en el Congreso la convalidación del Real Decreto-ley 36/2020 de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, convalidación que se consiguió gracias a la abstención de Vox. Este Real Decreto-ley es el que tiene por finalidad facilitar y agilizar la gestión de los fondos europeos, el maná que nos va a llegar de Europa y que no sólo debería servir para la recuperación por COVID sino para transformar la economía y el sistema productivo de este país de cabo a rabo. Ahí es nada.
Lo más llamativo de todo es que hace poco más de un mes el Gobierno ponía como ejemplo de partido con “sentido de Estado” a ERC (aunque sea de otro Estado distinto) por haber votado a favor los Presupuestos Generales del Estado para 2021. Presupuestos donde, por cierto, se adelantan importantes dotaciones presupuestarias con cargo a los fondos europeos que están por llegar. Lejos quedaban --no tanto en el tiempo sino en la memoria-- los días en que los independentistas rechazaron otros Presupuestos y precipitaron la convocatoria de las elecciones de abril de 2019.
La realidad es que ERC ni es un partido con sentido de Estado, ni tiene sentido institucional ni tampoco está especialmente interesado en defender los intereses generales no ya de los españoles o de los catalanes “unionistas” --solo faltaría eso-- sino ni siquiera de los catalanes independentistas. No lo necesita. Así que no deberían sorprendernos ni los bandazos, ni las incoherencias ni la poca atención que prestan cuando gobiernan (porque, aunque no lo parezca, llevan bastante tiempo ocupando unas cuantas consejerías en la Generalitat) a los problemas más acuciantes de sus propios votantes. Que, oh casualidad, coinciden con los problemas más acuciantes del resto de los españoles en mitad de una catástrofe sanitaria y económica.
Así, lo mismo que Trump se vanagloriaba de que podía matar a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York y seguir liderando las encuestas para ser Presidente de Estados Unidos, ERC es un partido que puede hacer lo que le de la gana, literalmente, sin mucho coste electoral. Algo parecido le ocurre, por cierto, a su principal competidor, Junts per Catalunya, a cuya base electoral no parece afectarle ni mucho ni poco los escándalos de corrupción que afectan a sus candidatos, ni las inhabilitaciones, ni las desobediencias, ni menudencias tales como los resultados de su gestión o los comentarios e insultos xenófobos contra los enemigos españoles que prodigan un día sí y otro también.
La razón es muy sencilla. Tal y como explica Ezra Klein en su espléndido libro Why We’re Polarized (en relación con la política estadounidense, pero perfectamente extrapolable a la nacional) cada vez estamos más polarizados en torno a la identidad. Y la identidad ni se discute ni permite exigir rendición de cuentas al partido que la encarna: esto equivaldría darle aire al enemigo que la cuestiona. Por muy desastroso que sea el balance del Govern ningún independentista puede votar a un partido que no lo sea; esto supondría traicionarse a uno mismo. Porque si hay un partido que ofrece identidad a tope, ese es un partido independentista. En conclusión, ERC votará un día una cosa y al día siguiente la contraria sin despeinarse porque, más allá de la campaña electoral catalana, su lógica no responde a la de la democracia representativa liberal. Más vale que el Gobierno tome nota.
Y puestos a tomar nota, convendría que la tomáramos también todos los ciudadanos porque esta deriva ya no se circunscribe solo a partidos nacionalistas profundamente reaccionarios e iliberales como son los partidos independentistas catalanes. Lo cierto es que se está extendiendo como un incendio por nuestras democracias occidentales. En nuestro caso, lo que sucede en Cataluña puede prefigurar lo que acabe ocurriendo en el resto de España. Y cuando sólo tengamos partidos identitarios a los que es imposible abandonar electoralmente hagan lo que hagan podemos encontrarnos con que hemos acabado también con la democracia liberal. Por mucho que sigamos votando.