Miquel Iceta llega al Ministerio de Política Territorial y Función Pública en el peor momento del Estado Autonómico. La gestión de la pandemia, de la centralización inicial a la denominada cogovernanza actual, ha agravado el diagnóstico alarmante elaborado por Santiago Muñoz Machado en su Informe sobre España, publicado en 2012 con el estimulante subtitulo Repensar el estado o destruirlo. Es difícil imaginarse a Iceta planteándose la destrucción del estado.
Iceta es federalista y el PSOE ya fijó en 2013, en Granada, su propuesta federal. No hace ni un mes que el primer secretario del PSC reafirmó en una entrevista el compromiso con el documento granadino, recordando que su partido siempre tiene listo su “fondo de armario” (la reforma federal) para cuando las circunstancias lo permitan. Las circunstancias seguramente reclaman dicha reforma porque todos los males y demonios incubados en la elaboración del Título VIII de la Constitución se han impuesto a las esperanzas allí recogidas. La razón lo reclama pero la composición de las Cortes lo impide; como mínimo lo desaconseja, tanto para remendar (si todavía es posible) el Estado de las Autonomías como para atreverse a convertir España en una Federación.
El axioma federal nos recuerda que hay tantos federalismos como estados federales existen. Sólo habría de compararse Estados Unidos con Bélgica, pasando claro por Alemania, para hacerse una idea del catálogo de soluciones disponible para empezar a pensar en la variante más adecuada para reflejar y respetar la pluralidad de España. Hay otros axiomas federalistas, por supuesto, particularmente uno muy apropiado para despejar dudas sobre la tendencia general de los estados federales: la Federación es la mejor garantía para mantener la unidad de los estados complejos si se respeta el autogobierno de cada parte y el gobierno compartido del todo. Este mandamiento fue establecido por Daniel Judah Elazar y el patrón de esta doctrina es Abraham Lincoln que la defendió un siglo antes de ser formulada.
El ministro Iceta no está en condiciones de enfrentar una reforma ambiciosa del Estado, no tiene los votos imprescindibles para hacerlo. Ni si quiera para abordar una reparación en profundidad del desastre autonómico. Los 120 diputados del PSOE no dan para mucho en este asunto ni sumados a los 35 de Unidas Podemos que además tienen su propio plan. Tampoco puede contar con algunos de sus inestables socios parlamentarios, en especial ERC, que no aspira precisamente a salvar España sino a desmembrarla. Y menos todavía puede esperar nada de la oposición de su graciosa majestad, ansiosa por restablecer el supuesto orden natural de las cosas, centralizado, naturalmente.
¿Qué puede hacer entonces el nuevo ministro de Política Territorial? Al menos se pueden identificar tres tareas, al margen de la gestión diaria. La primera, convencer al presidente del gobierno de la urgencia de cerrar una agenda realista para la mesa de negociación con la Generalitat de Cataluña, de tener continuidad este foro tras las elecciones catalanas.
La segunda, promover la lealtad institucional como método de comportamiento de las diferentes administraciones, porque esta práctica tan maltratada por todos le vendrá muy bien al país como ensayo general de la lealtad federal, cuyo ejercicio es elemental para el buen funcionamiento de cualquier Federación.
Y la tercera, estrechamente vinculada a la anterior, divulgar la cultura federal y el proyecto político del federalismo, un deber olvidado por los propios federalistas durante más de un siglo, tras rendirse a la fuerza y persistencia de la leyenda negra que arrastra el estado federal en España desde el fiasco de la Primera República.
La reanudación del diálogo político sobre la desafección catalana respecto del modelo territorial vigente (algo más profundo que el conflicto del estado con los independentistas) es, seguramente, la tarea más vistosa que le espera a Iceta. La mesa ha sido instrumentalizada inicialmente por los partidos independentistas como altavoz de su actual desiderátum (amnistía, autodeterminación, referéndum) a la que el gobierno Sánchez ha respondido con cierta rutina legalista poco alentadora.
En algún momento el gobierno central y sus interlocutores del gobierno catalán deberán establecer un plan de trabajo creíble, sin que implique renuncia programática alguna para ninguna parte a largo plazo; asumiendo, sin embargo, que atendiendo al imperativo constitucional difícilmente los planteamientos maximalistas, por muy legítimos que sean, no formarán parte de la solución para el conjunto de España, incluida Cataluña, a corto y medio plazo. De la mesa negociadora saldrá lo que saldrá, no hay razones fundadas para el optimismo. De todas maneras, algún día hay que empezar a trabajar en serio, con la mesa y con el federalismo.