Hace unos años, por estas mismas fechas, un servidor de ustedes se encontraba pasando un par de semanas en la bonita y estimulante ciudad de Nueva York. Mis amigos Ana y Steve se habían ido a una playa mexicana y me habían dejado su apartamento en Williamsburg, Brooklyn, con la condición de que me ocupara del perro, un chucho bajito, simplón y más feo que Picio que enseguida cogió la desagradable costumbre de plantarse junto a mi cama a las siete de la mañana para exigir que lo sacara a pasear. Yo me lo quitaba de encima con cuatro aspavientos y algún berrido y él desaparecía durante una hora, pero volvía a las ocho poniendo cara de que se lo estaba haciendo todo encima y más me valía salir de la piltra y ponerle la correa. Si me vestía o no, ya era cosa mía.

Huelga decir que en la calle hacía un frío que pelaba y que había, como poco, medio metro de nieve. De hecho, mis amigos me llamaron desde Tulum para decirme dónde estaba la pala y que no me olvidara de retirar la nieve de delante de casa, pues ellos se habían despistado un año y una vecina se había dado un leñazo de espanto, los había demandado y les había sacado una pasta en los tribunales. Vamos, que solo les faltaba que los volvieran a empapelar por culpa del gorrón de Barcelona. Así que ahí me tienen ustedes --a mí, que no había empuñado una pala en la vida--, adelantándome a Pablo Casado y ejerciendo de ciudadano ejemplar. Aunque mi principal cometido consistía en impedir que se me ahogara el chucho, pues ese enano tenía cierta tendencia a hundirse en la nieve y había que salvarlo de una muerte casi segura tirando enérgicamente de la cadena. Un esfuerzo que acabó revelándose inútil, pues más adelante lo acabó atropellando un coche durante uno de los frecuentes despistes de mi anfitriona, una mujer muy dada a las ensoñaciones inoportunas.

Aunque nevaba que daba gusto y hacía un frío que te congelaba las orejas, la ciudad seguía su ritmo habitual. Cada día me leía el New York Times en busca de catástrofes relacionadas con el clima, pero no encontraba nada destacable: era evidente que cada año pasaba lo mismo y que la ciudad estaba preparada para esa clase de situaciones. Todo lo contrario que en España, por no hablar de Barcelona, donde no se ha producido una nevada en condiciones desde 1962, cuando bajaban los esquiadores por la calle Balmes y supongo que no funcionaba nada. No es que ahora funcione todo: en mi ciudad, cada vez que cae un chaparrón, se desatan todo tipo de desgracias; y siempre decimos lo mismo, tanto los ciudadanos como las autoridades: es que no estamos preparados. A lo que uno responde: ¿Y no podríamos empezar a prepararnos un poco, sobre todo en pleno calentamiento global, cuando el clima se muestra más confuso que nunca?

Este año no ha nevado en Barcelona, pero sí en Madrid (¡España nos roba hasta la nieve!). Mis amigos de la capital me dicen que sí, que ha nevado, pero nada que ver con lo que nieva en Nueva York o en los países del Este. La reacción general, eso sí, ha sido de estupor --nueva declaración masiva del célebre mantra ¡Es que no estamos preparados!--, y no solo por la ridícula hazaña del señor Casado con esa pala que debió utilizar el tiempo justo para que le hicieran unas fotos antes de tirarla a un lado y quejarse de que le había salido una llaguita en la mano. Las autoridades regionales piden que se declare a Madrid zona catastrófica (con tal de chinchar al gobierno central, Díaz Ayuso es capaz de cualquier cosa). Seguro que se ha estropeado todo lo estropeable y se ha jorobado todo lo jorobable, pero…¿Zona catastrófica? ¡Por supuesto! ¿O es que no entendemos que no estamos preparados, nunca lo estuvimos y nunca lo estaremos porque, como diría Manolo Escobar, en España lo que cuenta es la alegría y que viva el vino y las mujeres?

Pese a la loable contribución del líder del PP, ha habido ciudadanos que se han rebotado ante la sugerencia de las autoridades de que arrimen el hombro, cojan la pala y despejen la acera, como me vi obligado a hacer yo en Nueva York. Las autoridades, por su parte, se han dedicado a despejar la Castellana y la Gran Vía y dejar a los cutres de Vallecas y la Prospe dándose batacazos con el hielo y ahogándose en la nieve como el perro de Ana y Steve. O esa impresión tengo. Y en cuanto desaparezca la nieve, ¿alguien va a sugerir que tomemos algún tipo de medidas para el futuro? Llámenme cenizo, pero lo dudo. Si te he visto, no me acuerdo, maldita nieve.