A una parte de los ciudadanos les gustaría que el país se gestionará como una empresa. No obstante, el modelo no es una empresa cualquiera, sino una de las principales multinacionales españolas. Por ello, consideran más capacitados para presidir nuestro gobierno a Pablo Isla, Ignacio Sánchez Galán o Ana Patricia Botín que a Pedro Sánchez o Pablo Casado.
La mayoría de ellos profesa la ideología liberal y basa su preferencia en una supuesta mayor eficiencia de las compañías privadas, la necesidad de un superávit o equilibrio permanente en las cuentas públicas y el mayor talento de los directivos empresariales para generar riqueza.
La comparación entre ejecutivos y políticos está sustentada en el gran poder que ambos detentan. No obstante, me parece errónea y simplista. Porque cada uno realiza una función muy diferente, no existe nada concluyente que asegure que un magnífico directivo sea también un buen servidor público. Una analogía tan equivocada como la que confrontara un médico con un economista, por disponer los dos de una titulación universitaria.
Indudablemente, ni la manera de unos y otros de llegar a la cúspide es parecida, ni lo son las metas de su gestión ni tampoco los instrumentos con que cuentan. Los primeros suelen ser valorados por parámetros objetivos (por ejemplo, los beneficios logrados), los segundos por subjetivos (la opinión de la población sobre su persona y la gestión efectuada).
El triunfo en política suele ser más difícil que en la empresa. En la primera actividad deciden muchas más personas (todos los votantes), ser miembro de una acaudalada familia no siempre proporciona puntos extras y tener un buen padrino ayuda, pero no es garantía de nada. En la segunda, los electores solo son los miembros del consejo de administración, formar parte de una estirpe de ejecutivos facilita mucho el acceso a consejero delegado y poseer un buen valedor casi asegura el éxito, especialmente si aquél es el CEO saliente.
Un ejemplo de ello es el acceso a la presidencia de EEUU. Desde el inicio del siglo XX lo han intentado muchos directivos y empresarios, pero solo lo han logrado dos: Herbert Hoover y Donald Trump. Ambos fracasaron estrepitosamente. Uno debido a una nefasta gestión del crack bursátil de 1929, el otro de la pandemia causada por el Covid-19.
La principal diferencia entre las empresas privadas y las públicas está en su finalidad. Las primeras pretenden hacer ganar mucho dinero a sus accionistas. Por tanto, consiguen su objetivo cuando logran de manera reiterada un elevado beneficio anual o una gran valoración de sus activos por parte del mercado.
Las segundas nacen para prestar uno o varios servicios a todos o a una fracción de los ciudadanos. Aquellos pueden ser o no gratuitos. Un ejemplo de los primeros sería el metro y de los segundos la sanidad. En cualquiera de los dos casos, su éxito depende del grado de satisfacción de la población y de la utilización de los recursos adecuados.
Si el primero es elevado y el segundo óptimo, el político tiene muchas posibilidades de conservar su cargo. Los gobernantes son los primeros interesados en evitar el derroche de dinero público, pues éste conduce a más impuestos o menos servicios y perjudica la valoración que los ciudadanos hacen de su gestión.
Las metas de unos y otros son diferentes. La de la mayoría de los ejecutivos consiste en conseguir una elevada remuneración anual, la de los políticos en obtener la reelección. En casi cualquier país, un ejecutivo de nivel de medio cobra más que un gobernante de primera línea. Los segundos no se sienten especialmente atraídos por el dinero, sino por realizar un servicio al país, la notoriedad pública y unos pocos por pasar a formar parte de la historia de la nación.
Los directivos no necesitan conquistar a sus empleados, aunque los mejores lo hacen. En cambio, a los políticos les es imprescindible seducir a sus electores. Para lograrlo, necesitan tener el talento necesario para diseñar y liderar un proyecto ilusionante. En su construcción, los populistas se sirven de la épica y los gestores de su capacidad para generar un mayor bienestar.
Para conseguir este último, los de derechas les prometen la creación de un magnífico marco económico y social que principalmente permita a las empresas privadas proporcionarles un más elevado nivel de vida. Por el contrario, los de izquierdas les ofrecen mejores prestaciones públicas sanitarias, educativas, culturales, etc. Con los primeros pagarán menos impuestos, con los segundos más.
Unos y otros tienen a su disposición diferentes instrumentos, siendo la potencia de los que poseen los políticos muy superior a la de los que tienen los ejecutivos. Con la finalidad de obtener el éxito, los últimos deben crear, mejorar o comercializar de forma más efectiva bienes, servicios o métodos de producción. Además, venderlos al precio más caro e incurrir en el menor dispendio posible. Es lo que permitirá lograr una gran diferencia entre ingresos y gastos y conseguir un elevado beneficio.
Los segundos tienen la posibilidad de realizar leyes que regulen las principales actividades de los ciudadanos y las prestaciones públicas que recibirán. Entre otras, aquellas pueden decidir el máximo número de horas semanales que trabajarán, el salario mínimo que obtendrán, la pensión que percibirán, la cartera de servicios sanitarios gratuitos, etc.
En definitiva, un país nunca debe gestionarse como una empresa. Los ciudadanos del primero buscan conseguir un mayor nivel de vida y participar anónimamente en un proyecto ilusionante. Los accionistas de las segundas pretenden obtener más dinero por sus títulos, ya sea mediante la percepción de dividendos más elevados o por una plusvalía más elevada derivada de su venta.
La mayoría de los que son capaces de proporcionar más riqueza a unos pocos difícilmente lo serán de generar más bienestar a una gran parte o a toda la población de una nación. Los métodos para conseguir una y otra meta son muy diferentes y también los atributos necesarios para lograrlas.
Los ejecutivos mandan, los políticos seducen. Los directivos tiene objetivos fijos, los gobernantes variables, pues las necesidades y deseos de la población varían significativamente a lo largo del tiempo. Los primeros no es necesario que tengan una gran imagen pública, en cambio, para los segundos, es imprescindible.
Por tanto, comparar la valía de unos y otros no tienen ningún sentido, pues realizan tareas muy diferentes. Lo mejor que pueden hacer los ejecutivos es dedicarse a gestionar las empresas privadas y los políticos el país. En este caso, el conocido refrán “zapatero a tus zapatos” tiene plena vigencia.