Es difícil discernir qué es lo fundamental para que se hayan disparado las expectativas del PSC ante esas elecciones del 14F, apellidadas con la coletilla de “sisehacen”. Ya veremos que nos dicen a finales de semana, según les convenga a los señores de la plaza Sant Jaume: en todo caso, si se puede ir a trabajar, creo que se podría ir a votar. Prolongar esta situación parece un desatino. Ante el hartazgo de la incompetencia indepe al frente del Govern, cualquier cara nueva puede suscitar entusiasmo, superada ya la etapa de Miquel Iceta. Quizá, también, quede como refugio la esperanza de que el todavía ministro de Sanidad, Salvador Illa, haga honor a su nombre y Cataluña deje de ser su apellido.
Van lloviendo encuestas para gustos diversos. Es lo que hay. Si bien todo apunta a que el gran vencedor de esas futuras elecciones puede ser la abstención. Una abstención muy transversal que recoja la frustración independentista, la falta de esperanza de quienes no lo son y el cansancio general. Ya veremos cómo afecta a ERC y JxCat la indefinición en muchas cosas, la creación de alarmismo innecesario, los vaivenes con medidas equívocas hacia un lado u otro, el olvido de defender la economía del país, los horarios de la restauración, la imprevisión en la administración de la vacuna… Da la sensación de que quienes controlan la Generalitat estuviesen en un casino jugando a la ruleta: ir perdiendo y seguir apostando, a ver si llega un golpe de suerte que se desvanece y acaba siendo una inmensa ruina.
Admitamos que la candidatura de Salvador Illa ha activado muchas voluntades políticamente huérfanas, incluida la de quien suscribe, oscilantes entre quedarse en casa o votar en blanco, faltas de una alternativa que fuese más allá de lo que representaba en la izquierda catalana Miquel Iceta, agradable de trato, culto y buen conversador. Es más, para que todos estemos tranquilos, lejos de hacerle ministro --¿a santo de qué?--, por ejemplo, se le podría nombrar embajador ante la Santa Sede, como hizo José Luis Rodríguez Zapatero con Francisco Vázquez, exalcalde de La Coruña. Sería la mejor forma de no tener que escuchar sus ocurrencias, perdidas en los silencios de los confesionarios del Vaticano y acalladas por el frufrú de las sotanas. Nos ahorraríamos, entre otras cosas, eso de que “Illa es una buena opción de futuro si no gana ahora”, dicho el mismo día en que el ministro afirmaba que “todos somos responsables de lo que ha pasado en Cataluña en estos años”. ¿Es posible mayor sinsentido para recibir a un candidato? ¿O acaso es que ya tenía sus carteles preparados para la campaña y se los comerá con patatas?
Me permito insistir en la indignación: ¡no, la culpa no es de todos! ¡De algunos, mucho más que de otros! No me siento responsable, para nada, de una democracia desnaturalizada por el intento de reventarla desde dentro, vulnerando cualquier principio de institucionalidad. A estas alturas de la película y visto lo visto, uno ya se conforma con pocas cosas. Sin embargo, hay algo que me resulta ineludible: no insultar a la inteligencia de muchos ciudadanos y particularmente a la mía. Un servidor nada tiene que ver con lo que pasó en Cataluña en los últimos años: no quemé contenedores, ni participé en el escrache a la consejería de Economía en Rambla de Cataluña, ni en el asedio al Parlament, jamás pensé que la República catalana fuera solución alguna, ni estuve en aquella sesión infausta en la que se proclamó la incompetencia… ¡NO, al menos yo, NO¡ Así que, por favor, no me metan en ese saco, por más que al hipotético buenismo y los intereses políticos personales de El Señor de la Moncloa puedan convenir.
Empezamos mal la campaña electoral, más allá de lo que digan las encuestas ¿Cómo se explica que gane ERC con un meritorio de contable y el ministro sea el preferido como presidente de la Generalitat? Sé de gente dispuesta a votarle como candidato del PSC con la ilusión de que algo cambie para bien en Cataluña. Sin embargo, lo peor que puede pasar a un sector importante del electorado es que se mate esa esperanza de los primeros momentos. Quedar bien con todos es tarea difícil. Que algunos quieran creerse lo que desean creer es tan legítimo como disparatado. Pero que pretendan que el resto comulguemos con ruedas de molino, es un insulto a la inteligencia. En realidad, parece querer plantearse un absurdo debate entre polarización y cesarismo. Y, mientras se empeñan en convencernos de que ERC es un partido de izquierda, en el fondo, lo único que hay es populismo en estado puro, siempre con el retintín de “lo volveremos a hacer” como canción de fondo: se sigue cultivando el indulto, al tiempo que se compite electoralmente.
Atrapados en el laberinto de tener que competir con una formación que apoya al Gobierno (ERC) y con socios de coalición (Podemos&Comunes) que reclaman su dimisión como ministro de forma insistente, es empresa complicada desplegar una campaña electoral. Los equilibrios del poder son siempre complicados, máxime en un Congreso fragmentado hasta límites impensables. Condicionar los anhelos de la mitad de la población catalana a los intereses de El Señor de La Moncloa y su aparato de agitprop, sería una verdadera ruina: preocupante, muy preocupante. Plantar cara implica otras cosas, incluido eliminar la ruindad de supeditar todo a intereses personales.