Se acercan las elecciones autonómicas de febrero con la gran incógnita de si la pandemia dejará que se celebren. Tengo mis dudas. Desde luego, lo que parece claro es que el legislador orgánico y autonómico poco o nada han hecho para que se puedan realizar unos comicios con todas las garantías en un momento verdaderamente excepcional (seguimos en estado de alarma).
También se sigue hablando, durante estas semanas, de la posibilidad de que los presos independentistas pudieran verse beneficiados con alguna medida de gracia o cambio legislativo favorable para que vuelvan a la política con normalidad. No es mi intención juzgar moralmente esta posibilidad, solo analizar los instrumentos con los que cuenta el Gobierno de coalición para contentar a las fuerzas que forman parte de la mayoría parlamentaria que lo apoya.
Sabemos que está en marcha un anteproyecto de ley orgánica para reformar el Código Penal. El ministro de justicia ha señalado que la intención es modificar en profundidad los títulos y tipos penales que afectan a la protección del orden constitucional y las libertades públicas, que alcanzaría no solo a la sedición, sino a la rebelión, desobediencia, desórdenes públicos y algunos otros delitos. La efectividad de esta medida es limitada para el caso que nos ocupa, por tres razones que pasamos a desglosar.
La primera, que no alcanza algún delito, como la malversación, por el que fueron condenados varios miembros del Gobierno autonómico. La segunda es que deja fuera de la ecuación a Puigdemont y otros inquilinos de Waterloo, lo que probablemente será considerado insuficiente por una parte del movimiento separatista. La tercera y última tiene carácter temporal: la reforma del Código Penal no puede hacerse --como se pretendía-- por lectura única y es imposible que pueda ser efectiva antes de las elecciones autonómicas (siempre que estas, claro está, no se suspendan).
El Gobierno central, lo viene advirtiendo, maneja el indulto, probablemente, como medida que anticipe la reforma del Código Penal en ciernes. El indulto es una medida individualizada de gracia que, además de seguir un procedimiento específico con una serie de informes no vinculantes, ha de contemplar la pena correspondiente impuesta a cada uno de los reos y el tiempo de cumplimiento transcurrido, lo que en nuestro caso debiera incluir la pena de inhabilitación para que los presos pudieran volver a la política activa. De nuevo, Puigdemont y los demás fugados quedarían al margen.
El Tribunal Supremo (TS) ha anulado algún indulto del Gobierno al considerar arbitrario que no se expresen las razones de justicia, equidad o utilidad pública que llevan al Consejo de Ministros a adoptarlo (el “kamikaze” de Valencia). Ahora bien, expresadas formalmente esas razones, no cabe control jurisdiccional de la decisión de indultar, ya que la Ley de 1870 que lo regula, reformada en 1988, eliminó la necesidad de motivación. Asimismo, pese a lo que se dice, el indulto no exige arrepentimiento alguno del reo, por lo que estaríamos de nuevo más ante una cuestión de naturaleza moral que propiamente jurídica.
La tercera vía para resolver la situación de presos del procés es una ley orgánica de amnistía. No son pocos los que consideran que al impedir la Constitución en su art. 62 los “indultos generales”, indirectamente se estaría prohibiendo cualquier medida de gracia referida a la suspensión de la ley penal. Discrepo de esta interpretación por dos motivos: porque amnistía e indulto son instituciones diferentes y porque la Norma Fundamental de 1978 no prohíbe expresamente aquellas. En cualquier caso, una amnistía podría resolver, tal y como ha demandado el Parlamento de Cataluña el pasado mes de diciembre, la situación de Puigdemont y otros fugados, pues las Cortes Generales entenderían que los hechos juzgados por el TS, la Audiencia Nacional o el Tribunal Superior de Justicia desde enero de 2013 no fueron constitutivos de delito alguno.
Las leyes de amnistía, importante es terminar apuntándolo, son normas absolutamente excepcionales en una democracia consolidada, como nos ha recordado Gonzalo Quintero. Los precedentes de 1976 y 1977 así lo demuestran: estaríamos ante cambios de régimen político que requerirían actos de justicia material para coordinar el cambio axiológico del sistema constitucional con las ideologías de aquellos que fueron considerados delincuentes en el sistema anterior. Carl Schmitt, en un gran artículo publicado en España en enero de 1977, calificaba la amnistía como “acto mutuo de olvido” que pondría fin a una guerra civil (en nuestro caso, la de 1936).
Ambas observaciones ofrecen una idea cabal del posible encaje de la figura en el procés independentista, aunque como siempre, estamos ante una decisión legislativa cuya idoneidad deberá ser considerada por la propia ciudadanía a posteriori.