Mucho se ha escrito ya sobre la candidatura de Salvador Illa a la presidencia de la Generalitat. En pocos días tendremos encuestas sobre el impacto entre el electorado de una decisión que ha causado enorme sorpresa, ilusionando al votante progresista y generando preocupación entre las filas independentistas. Solo hay que escuchar el mensaje cargado de bilis en Youtube de Pilar Rahola, señalando al ministro como el más peligroso y terrible de los españolistas. Hasta que voces de odio como la suya no sean desterradas del espacio mediático, muchos de nuestros conciudadanos no dejarán atrás el nacionalismo hispanófobo que se encuentra en la base del procés. Con Miquel Iceta de candidato, el PSC tenía asegurada la tercera posición, gracias sobre todo al hundimiento de Cs, y luchaba por la segunda plaza en disputa con Junts, formación que al mismo tiempo estaba recortando distancias con ERC. Frente a Iceta, los republicanos agitaban el miedo al PSC para intentar concentrar el voto independentista a favor de Pere Aragonès y escapar de la persecución de Junts. “Esto va de PSC o ERC”, decían, cuando en realidad su auténtico pánico era que los de Puigdemont les volvieran a ganar. Por su parte, Junts lanzaba sobre ERC la sospecha de un nuevo tripartito con el PSC, escenario que Junqueras descartó rotundamente hace meses pero que persigue a los republicanos como un fantasma. En definitiva, Iceta podía mejorar el mal resultado que obtuvo en 2017, pero no era un candidato que pusiera en peligro un nuevo Govern independentista, encabezado por Aragonès o Borràs.
En cambio, con Illa al frente se ha abierto un escenario radicalmente diferente, aunque no sea tan obvio el por qué. En realidad, el discurso del PSC no ha cambiado nada, pero de repente se ha producido un clic en una parte de la sociedad que ha hecho que todo se vea de otra forma. En un momento de incertidumbre tanto por la pandemia como por la desastrosa situación que vive Cataluña desde hace una década, el aún ministro de Sanidad aporta serenidad y un talante que genera confianza. Aparece como alguien nuevo en la política catalana. Su posición es inequívocamente contraria al secesionismo y al nacionalismo, ahora y siempre, pero no tuvo un papel protagonista durante el procés porque estaba en la sombra del partido como secretario de Organización. Públicamente, se ha dado a conocer este último año, con una exposición como nunca había tenido antes un ministro, con un poder enorme durante el primer estado de alarma, sin que su figura haya salido malparada. Más allá de las críticas que ha recibido por la gestión de la pandemia, en general es respetado por ser un político discreto, leal, trabajador, que ha sabido ponerse firme cuando hacia falta pero sin una mala palabra contra nadie, que no ha entrado en reproches con las comunidades autónomas ni ha impuesto un ordeno y mando desde el Ministerio de Sanidad.
En Cataluña, en cambio, el desprestigio del Govern está en la calle y en los medios, con peleas continuas entre ERC y Junts. A la improvisación como norma general frente al Covid-19, que se ha vuelto a poner de manifiesto en el fallido inicio de la campaña de vacunación, se suma el tacticismo político constante, la lucha entre las facciones soberanistas para culpar al otro de cada nuevo problema. El caso de la fiesta rave de Llinars del Vallès ha sido el último episodio de enfrentamiento entre Salut, en manos de ERC, e Interior, capitaneado por Junts. Si los republicanos confiaban en que la candidatura de Aragonès saldría reforzada tras asumir las funciones de president, la realidad es que no ha dado la talla. No ha sabido revestirse de ningún tipo de autoridad y el Govern provisional es lo más parecido al camarote de los hermanos Marx.
Cada semana que pasa el votante separatista está más decepcionado con sus líderes políticos y la crítica desde el verano pasado no ha hecho más que subir de volumen entre sus propios medios de comunicación y creadores de opinión. La oposición realmente se la hacen solos. En medio de este desconcierto, la candidatura de Illa aparece como la de un político serio, un “hombre bueno”, que no genera grandes rechazos, tampoco entre los nacionalistas hastiados de la pésima gestión del Govern. Por eso, Illa puede decir las mismas obviedades que Iceta, como que “los catalanes hemos perdido 10 años y que es tiempo ya de poner punto final a esta década perdida”, pero ahora su candidatura genera el clima de que el cambio en Cataluña es posible. La estrategia de Illa en esta campaña no se construye desde la confrontación con el independentismo, precisamente para no generar anticuerpos emocionales, sino que se encamina a intentar ganar por elevación, desde la premisa que los separatistas saben que han sido derrotados, y a un coste muy alto (cárcel, multas e inhabilitación para muchos de sus líderes), pero que ahora toca tener altura de miras, “suturar todo lo que se pueda esa herida y coserla”. A diferencia de Iceta, Illa nunca ha sido precisamente un abanderado de los indultos, pero es partidario de esa medida de gracia si sirve para facilitar ese reencuentro entre catalanes que su candidatura quiere representar.
Su estrategia para derrotar al independentismo el 14 de febrero no pasa por humillarlo, sino por dar por liquidado el procés, aceptando en un esfuerzo de generosidad que hubo responsabilidades compartidas en ese desencuentro. Es una afirmación muy ambigua, que según como se lea es cierta, pues por ejemplo es innegable que hubo dejación de responsabilidades en Barcelona y en Madrid, pero también peligrosa si se entiende como un reparto de culpas por igual, lo cual resulta hiriente para una parte del constitucionalismo que se pregunta honestamente qué hizo mal frente al golpe separatista. Ahora bien, hay que entenderla como una afirmación retórica, que no propone hacer un examen de culpas ni entretenernos más con el pasado, sino que plantea superarlo para cerrar una etapa dolorosa, abanderando un reencuentro civil que nos permita encarar los problemas que tiene ahora mismo la sociedad catalana. De alguna forma, utilizando el símil de la Transición, lo que Illa propone se parece al discurso de la reconciliación nacional del PCE cuando parecía que la sociedad española no iba a ser capaz de superar el franquismo y sus secuelas: perdonar y olvidar para ganar el futuro por elevación.