Hace unos días fui a cortarme el pelo a una peluquería no habitual, al encontrarse cerrada la barbería que frecuento desde hace años. Cuando uno cambia de lugar, sea una peluquería o sea un supermercado, se encuentra un poco fuera de sitio y presta atención a todos los detalles. Por ello, me di cuenta al instante de que el señor que acaba de entrar --por los saludos que le dedicaron los empleados, deduje que cliente de la casa-- parecía a punto de echarse a llorar. Tal era su semblante que una de las trabajadoras le preguntó si se encontraba bien.
--Es que acabamos de enterrar a nuestro hijito, Tom.
Se hizo un silencio en a peluquería, hasta las tijeras cesaron en su chas, chas. La muerte de un hijo afecta a todo el mundo, aunque los padres sean unos desconocidos, como era mi caso. Acudió raudo el dueño del negocio a consolar a su cliente, le dijo que ignoraba el suceso, y le ofreció a atenderle en seguida, pasando por delante del otro cliente que esperaba, que era yo. Me negué, naturalmente. El hombre, al borde del llanto, se sentó en un sillón a mi lado, mientras esperaba que el peluquero terminara con el cliente que estaba atendiendo en aquellos momentos.
--Lo siento mucho --atiné a decirle solamente.
--Ya hacia años que estaba enfermo, sabíamos que no duraría demasiado. Fue mi mujer la que lo ha encontrado hace dos días, de buena mañana, tirado en su rincón favorito de la cocina. El grito de mi mujer al verle, me hizo pensar lo peor --murmuró al borde de las lágrimas--. No vamos a rehacernos de este golpe, todos sus juguetes tirados por la casa nos lo recuerdan, nos parece que en cualquier momento va a aparecer corriendo para pedirnos salir a paseo, como solía hacer.
--Esas cosas van así, nunca se sabe --añadí, sin ser capaz de salir de los lugares comunes--.Ande, anímese, la vida sigue, aunque ahora le parezca que no es posible.
--La noche anterior parecía estar totalmente sano, ni siquiera recordábamos su maldita enfermedad. Incluso se comió unas sobras que habían quedado de la cena.
Un niño hambriento, sin duda, pensé para mí. Tuve la sensación de que en la peluquería todos estaban pendientes de nuestra conversación. Incluso a la chica encargada de lavar la cabeza se la veía emocionada. Aun así, comentó:
--Pues se habría quedado con hambre y se levantó para ir de nuevo a la cocina, si es allí donde lo encontraron.
--No, es que dormía allí --respondió el afligido padre-- al lado del radiador, para estar calentito. Le habíamos puesto su capazo allí.
--Oiga: ¿su hijo dormía en un capazo, en la cocina?
--Era un perro de aguas. Tom, nuestro hijito peludo. Qué desgracia, Dios mío --y se echó a llorar a moco tendido.
Tenía que ocurrir. La costumbre moderna de llamar “hijo” a los chuchos está llamada a crear confusiones por todas partes. En la peluquería, todo el mundo regresó al trabajo y dejamos al pobre padre llorando. Me arrepentí de haberle dejado mi turno, pero no iba ahora a decirle que, puesto que el hijo muerto era de cuatro patas, iba yo primero.
--Siete años, siete nada más, en la flor de la vida estaba, oiga --me pareció que murmuraba todavía, aunque ya nadie le hacía ni caso, yo mismo me encontraba ojeando una revista de chismes. Las tijeras, a lo lejos, habían recuperado su sonido, chas, chas.
Hay que acabar con esa costumbre de llamar hijos a las mascotas, así como con la de poner nombres raros a los niños. Con la mezcla de las dos, cualquier día vamos a tener un disgusto a cuenta de alguna confusión, cuando aparezca en la peluquería un señor lloroso porque ha muerto su hijo Roc --en este caso un chaval alegre y excelente estudiante-- atropellado por un camión.
--No se preocupe, hombre, así se ahorra tener que sacarle de paseo. Y si lo echa en falta, adopte otro y aquí paz después gloria --saldrá alguien.
--Hay que llevarles siempre sujetos con una correa --terciará otro.