Todos aquellos que hemos sido protagonistas de una crisis o de un conflicto compartido sabemos que, cuando el hecho vivido se explica por otros que también han participado o presenciado el mismo, las versiones no siempre cuadran con la tuya. Ahora bien, hay cuestiones terribles y trascendentes que no pueden disfrazarse para que la realidad sea aquella --o se parezca-- a lo que tú quieres contar.

Hace ya más de 25 años, en un sinfín de  veladas en las que estaba mi prima María Gracia, entonces diputada en el Parlamento de Navarra  por el partido socialista, se producía una discusión recurrente: ella tenía que explicarnos a los que no admitíamos fisuras para censurar lo que estaba perpetrando ETA que, si bien estaba absolutamente en contra de que el grupo terrorista matara, el Estado tenía la obligación de hacer un esfuerzo político y policial para dialogar y conseguir el fin de la banda armada.

Tuvimos muchísimos debates, algunos muy ilustrativos, sobre el tema mientras íbamos a tomar el vermut con nuestros respectivos hijos y sus dos escoltas acompañando a nuestra comitiva familiar. Mis hijos, entonces muy pequeños, vivían casi con envidia la importancia de sus primos navarros a los que esos dos señores desconocidos seguían en todas sus salidas de ocio entrando primero en el bar escogido y, una vez revisado, apostándose fuera esperando a que saliéramos y continuáramos nuestra ruta de pinchos.

Estas experiencias personales y la realidad familiar de parientes en Navarra y en Euskadi me parecía entonces que me otorgaba un privilegiado y suficiente conocimiento para sentirme autorizada a hablar del tema. Nada más lejos de la realidad.

Leí Patria el libro de Fernando Aramburu hace cuatro años creyendo que tenía una idea bastante verídica de lo que fue el conflicto vasco. Hoy que acabo de ver la serie y recuerdo con claridad el impacto que me supuso la novela debo reconocer que no fue hasta esa lectura que empecé a pensar que el “conflicto vasco” era mucho más complejo de que lo que había pensado en un primer momento y que quizás alguna parcela de lo que defendía mi prima en esas discusiones de antaño podía haber algo de cierto.  

No tengo ni idea --y soy afortunada en mi ignorancia-- de lo que realmente fue aquel drama ciudadano y la ignominia diaria vivida en Euskadi durante todos esos años.  Lo que vivió la sociedad vasca cuando, instaurada ya la democracia, ETA seguía matando fue un HORROR con mayúsculas que solo los que lo sufrieron in situ pueden saberlo. Los execrables crímenes de la banda terrorista aniquilaron emocionalmente a varias generaciones. La fractura de lo que ese terrorismo representó es una deuda pendiente demasiado cercana que nos debería servir de lección a todos. La banda terrorista, en plena democracia, provocó una total amputación afectiva mediante la extorsión, la intimidación, el terror y la represalia en un país, un territorio y un paisaje que no era solo suyo.  Pretendieron apropiarse de una identidad y una tierra asesinando a aquellos que no claudicaban a sus exigencias.

Para algunos la serie que ha versionado a la novela no ha estado a la altura. Para mí sí. En casa acumulamos los últimos cuatro capítulos para verlos de corrido y todo, todo, todo --incluso ese abrazo efímero en la plaza del pueblo en plenas Fiestas, entre la viuda del Tatxo y la madre del etarra encarcelado-- nos ha parecido adecuado, contenido y simbólico de la fragilidad en la que realmente se sustenta cualquier reivindicación nacionalista.

Nunca, en una sociedad civilizada y democrática como la nuestra, la defensa de alguna patria, ideología o nación debería justificar ningún tipo de violencia que atente contra los derechos, las libertades, la integridad o las opiniones de los otros.

 

Destacadas en Crónica Política