Como concepción y como práctica el procés estaba destinado a provocar la fractura y el retroceso de la sociedad catalana, la división de los independentistas, la perversión de la moral, del lenguaje y de las conductas, el caos, en suma, sin conseguir, por supuesto, la independencia de Cataluña.

El procés ha sido un movimiento impulsado desde arriba, aprovechando unas condiciones sociales, culturales y emotivas que estaban en la calle, pero que podían haber sido reconducidas por otros derroteros.  

¿En qué cabezas de dirigentes del procés llegó a cuajar la idea de que en Europa una minoría social de una región periférica podía desintegrar un Estado de la UE y modificar fronteras consolidadas desde la Paz de Westfalia de 1648, que estableció el “principio de  la integridad territorial como fundamento de la existencia de los Estados”, principio “perpetuo” que incluso recoge el Tratado de la UE?

Probablemente, sólo las cabezas calenturientas de unos cuantos dirigentes ilusos creyeron que la independencia de Cataluña era posible, el resto de los dirigentes se han servido del cuento de la independencia para su medro personal y político. Si por un azar se conseguía la independencia, magnífico y adelante para sacar tajada con el reparto de cargos y prebendas, si no, se vivía --y se vive-- del conflicto político creado.

Ante un proyecto tan disparatado como la independencia de Cataluña, los impulsores del procés indefectiblemente tenían que vulnerar la Constitución, el Estatuto de Autonomía y todas cuantas leyes se interpusieran en el camino de eso que llamaban la “hoja de ruta”.

La unilateralidad era la única vía a su alcance, puesto que el Estado --el nuestro y cualquier otro Estado europeo-- nunca iba a negociar y aceptar su desintegración territorial. La unilateralidad per se es una vía violenta, comporta vulneración de leyes y supresión de derechos, imposición y exclusión forzosa de una parte de la sociedad, de todos los que no están por la independencia. 

Y tanta vulneración acabó con procesados, condenados y huidos de la Justicia. Era previsible  --y se les advirtió de lo que podía ocurrir--,  el Estado de derecho, cumpliendo con su sentido y función, tenía que restablecer la legalidad vulnerada.

Cual Sísifos absurdos, algunos dicen que lo volverán a hacer y otros añaden “tantas veces como sea necesario”; si lo hicieran, volverían a ser procesados y condenados. No sería una actitud heroica, sería sólo una estupidez, si no fuera por el enorme daño que causan.

Por el procés había que crear todo un sistema de perversiones, alteraciones y rupturas a golpe de emociones negativas, fomentadas por una panoplia de eslóganes imaginativos  y con el inestimable apoyo de medios y recursos públicos. Había que abusar de la liberal democracia, construir el odio a España, poner las instituciones de la Generalitat al servicio del proyecto, “desconectar” de las leyes e  instituciones del Estado, financiar el procés, elevar la deslealtad continua a la categoría de “astuta” estrategia,  ocupar la calle, manipular y mentir. 

Sin todo ello --y mucho de ello ejecutado a escondidas-- no se podía avanzar en la “hoja de ruta”. Estaban, pues, predestinados a pervertirse y a pervertir. No hay ninguna virtud en todo ello, sólo la naturaleza destructiva del procés, la realidad de los daños causados y  la cloaca de las perversiones.  

Las escuchas telefónicas a determinados personajes de la alta esfera del procés, que hemos conocido recientemente, forman parte de una investigación judicial que puede terminar con tipificaciones penales.

De momento --y no es poco-- revelan un lenguaje barriobajero y una catadura moral mafiosa, junto a desvergonzadas intrigas, revoloteo alrededor del tráfico de influencias, navajeo entre “socios” del procés, en pocas palabras: un vertido descontrolado de la cloaca.

 

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