¿Estaría en lo cierto Manel Manchón en sus especulaciones del pasado mes de abril? ¿Manuel Valls, el ex primer ministro francés y concejal del Ayuntamiento de Barcelona, se vuelve a París, donde acaso prosiga su vida política en algún cargo más estimulante que el de concejal en el Ayuntamiento de Barcelona, viendo asiduamente a Colau, El Tete Maragall y Collboni y demás luminarias?
Si es verdad, como signo de la situación catalana, es muy mala señal. Pero lo comprenderíamos: debe de haber sido un notable desencanto ver con qué bueyes tenía que arar en Chikipark.
Donde se le recibió con estupor y temblores (¡dónde se ha visto, un catalán que vuelve de París y quiere presentarse a las elecciones!), no fuera a ser que un hombre con su formidable experiencia en la política y la gestión económica (a años luz, por cierto, de los consejeros de la Generalitat en ese área) y con su cosmopolitismo natural --por cuestiones de familia-- pusiera en evidencia el amateurismo grotesco de nuestros “governs”; y la firmeza de sus convicciones mostrase demasiado descarnadamente la sinrazón de los lazis y los equilibrios en la equidistancia de las “izquierdas” locales, incluida la socialista.
El difuso provincianismo chovinista y el aparato de agitprop de la Generalitat laminaron sus posibilidades. Gentecilla de una insignificancia consternante, intelectuales del nivel gallináceo de esos que el fondo de reptiles de la Generalitat compra a peso, bots y trolls, le descalificaban continuamente como “fracasado”: expresión reveladora de sus propios complejos, los naturales de quienes han tirado su vida dedicándose a “cullanadas”.
En el Ayuntamiento de Barcelona, Ciudadanos inexplicablemente le abandonó a media partida, porque, en aras de la coherencia y de la ley del mal menor, los votos de Valls impidieron que El Tete Maragall fuera alcalde. Algo que por sí solo justifica su ejecutoria en la ciudad y le hace acreedor al agradecimiento de todos los demócratas y a una estatua en alguna plaza destacada. En la estatua, que se le vea tan bien afeitado como siempre y luciendo una de esas camisas de un blanco resplandeciente.
A pesar de su soledad ha tenido tiempo de demostrar un sentido de Estado --que es, en primer lugar, sentido común y sentido de lo prioritario sobre lo secundario--; no solo en sus reclamaciones de liderazgo y responsabilidad a sus colegas, y en un par de ocasiones en que se levantó contra fallos de protocolo que incurrían en la indecencia (por ejemplo, en una cena del premio Nadal que los lazis han convertido en otra ocasión para celebrar sus aquelarres).
En el Chiquipark de los melifluos, sus “por aquí no paso” sonaban intempestivos.
No sabemos aún por qué Manuel Valls ha decidido tirar la toalla. Quizá la miserable traición de Collboni, sumándose a los lazis y las comunes del ayuntamiento para reprobar a Francia, y a través de Francia al mismo Valls como ministro que fue del Interior (en el Gobierno de Hollande), le hizo deducir que con este material humano no hay nada que hacer.
Quizá cuando vio que el pregonero de la Mercé seleccionado por la señora Colau era un payaso (de aspecto, dicho sea de paso, lúbrico y vagamente siniestro) que en vez de aullar a la luna como hacía el gran Charlie Rivel soltaba una soflama política llena de convencionalismos y tópicos, se dijo:
--Fins aquí podiem aguibag. M’en torno a la France.
Si es así, si deja Barcelona por París, no se lo podríamos reprochar. Como decía el poeta, feliz quien como Ulises ha hecho un buen viaje, y luego ha regresado.