Tomo prestado el título de una novela de Hugo Claus --quien, además de ser un escritor de mucho mérito, estuvo casado con Sylvia Kristel, la malograda Emmanuelle, que aún tiene más mérito-- para encabezar esta columna sobre el trato degradante al que nos somete la justicia belga en relación a los majaderos de Waterloo. Carles Puigdemont sabía muy bien lo que se hacía cuando se metió en el maletero del coche y le dijo al chófer que saliera pitando en dirección a Flandes. Ya en los tiempos de ETA, Bélgica se distinguía por hacerle la puñeta a España cuanto podía, resistiéndose o negándose directamente a devolvernos a los asesinos patrióticos vascos que habían buscado refugio por aquellos lares, con la excusa de que lo nuestro era una monarquía bananera en la que nos pasábamos los derechos humanos por el arco de triunfo, que es por donde se pasaban los jueces belgas los derechos humanos de quienes habían encajado un tiro en la nuca o habían saltado por los aires gracias a una bomba lapa colocada en los bajos de su vehículo.
Años después de aquella época infame, da la impresión de que las cosas siguen igual: no se fían de nosotros, somos un país al que hay que contrariar al máximo y no se nos puede devolver a un delincuente porque, al parecer, lo molemos a palos nada más hacernos cargo de él. Yo no sé si aún les dura el rencor hacia los temibles tercios de Flandes y el asco por la figura del duque de Alba, pero ya podrían ir superando ambos sentimientos. No les iría mal revisar el clásico cinematográfico de Jacques Feyder La kermesse heroïque a ver si así se relajaban un poco. Tampoco se entienden tantos humos en un país que --parafraseando lo que decía en El tercer hombre sobre Suiza el taimado Harry Lime, que esa nación solo había dado al mundo el reloj de cuco-- siempre se ha distinguido por ofrecer a la humanidad chocolate, ciclistas, asesinos en serie y, ¡algo es algo!, Jacques Brel y los dibujantes de cómics de la línea clara.
En el caso catalán, además, Bélgica se está pasando por el forro una medida tan cabal como las euroórdenes, creadas para la entrega ipso facto de criminales entre los países de la unión europea. Esas euroórdenes se basan, como deberían saber los jueces belgas, en una confianza mutua de entrada entre todos los estados que conforman la UE. Son órdenes para ser cumplidas de inmediato, no para ser estudiadas a fondo, discutidas y expuestas a las peculiares interpretaciones de unos cuantos señores con toga. Pasarse las euroórdenes por salva sea la parte demuestra que, para cierta gente, en Europa hay países de primera y países de segunda, situándose evidentemente el nuestro en ésta última clasificación. La actitud de Bélgica contribuye, además, a introducir la agitación política y la inestabilidad en el seno de la Unión Europea, cuyos estados deberían actuar a la una en todas las situaciones que afecten a la buena marcha de cualquiera de los países miembros de tan selecto club.
Si Bélgica no se hubiese empeñado en verles todas las gracias al demente de Puchi y sus acólitos, haría años que todos ellos se estarían pudriendo en una cárcel española como justo castigo a su estúpido golpe de estado de octubre de 2017, dejando de ser esos elementos disruptivos que empeoran notablemente la escena política nacional, en general, y la catalana, en particular.
Creo que ha llegado el momento de que la diplomacia española eleve a instancias superiores la pena que nos causa Bélgica. Ya sé que es un país absurdo que a duras penas puede considerarse como tal, estando dividido entre sendas variantes de los franceses y los holandeses. Los flamencos --esa gente que habla perfectamente francés, pero se empeña en dirigirse al turista en un inglés incomprensible-- son tan torracollons, o más, que nuestros lazis más aberrantes, pero que su territorio se convierta en el refugio soñado para cualquier majareta obsesionado por la destrucción de España debería preocupar seriamente a los mandamases de la Unión Europea. Bélgica, en estos momentos, nos está haciendo la vida imposible y debería haber una manera de pararles los pies a los perdonavidas con toga que, víctimas voluntarias de sus estúpidos prejuicios, opinan sobre lo que no deben y confunden a delincuentes comunes con ciudadanos ejemplares perseguidos por el fascismo.