Frente al espiral identitario del soberanismo y contra el anhelo igualitario del izquierdismo, solo hay una respuesta: même combat. El momento lo exige, si no queremos perder más densidad económica y relevancia política en la difícil salida de la pandemia, marcada por el paquete de ayudas del Consejo Europeo. El deseo de transitar hacia una república, auspiciado por antimonárquicos de salón y de calle, deja de ser válido cuando sus defensores están dispuestos a sacrificar el Estado de Derecho. En este espacio de amenaza se han encontrado los soberanistas y Unidas Podemos; y de allí debería salir urgentemente el partido morado, si quiere seguir convergiendo en el bloque constitucional (y aunque no quiera, también). Pablo Iglesias, el adalid de las conquistas sociales, no puede seguir siendo un eslabón débil, cuando no un traidor a la sombra del poder, por más que haya pactado con Sánchez mantener el Ejecutivo unido a toda costa.
Del mismo modo que lo territorial se enmaraña al convertirse en separatista, lo social reduce su poder de convicción, cuando maneja la ridícula superioridad moral y el menoscabo institucional en aras de un hipotético mundo mejor. Nos dicen: “Dejen paso al proletariado y a la república como forma de Estado”. Pero quienes así hablan desconocen que, debajo de la división de poderes, acechan los rastros todavía vivos del culto ancestral al pasado. A pocos metros de profundidad, confluyen la España metafísica y su insólita capacidad para revisitarnos. Y muy cerca de ambas, se mueven los combatientes del izquierdismo radical (enfermedad infantil, etc.) y los soberanistas, que dicen “rompamos la baraja” para alcanzar una sociedad laica y representativa, ¡la sociedad que ya tenemos! ¿En qué mundo viven?
Cuanto más se sale del cuadro, el republicanismo tontorrón de nuestros días más se parece a los abusos oportunistas del MeToo o del antiesclavismo new age, y más irrisoria resulta su postura. Así se vio cuando el Ayuntamiento de Barcelona demolió la estatua del Marqués de Comillas y demonizó sin filtro a nuestros antepasados en ultramar. Algunos clichés no tienen nada que ver con la libertad que dicen defender estos transgresores de chambergo y faltriquera. Son deudores del uso perverso de las causas justas, tal como denunció el pasado julio la carta contra la intolerancia y la censura publicada en Harper’s Magazine y suscrita, entre otros, por Noam Chomsky, Salman Rushdie, Margaret Atwood, J.K. Rowling y Francis Fukuyama. La carta de Harper’s fue apoyada, como es bien sabido, en otro manifiesto suscrito por intelectuales españoles, como Fernando Savater, Adela Cortina, Mario Vargas Llosa, Carmen Posadas, César Antonio Molina, Óscar Tusquets o Zoe Valdés. Los dos colectivos se suman a “los movimientos que luchan globalmente contra el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante”, pero manifiestan asimismo su “preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a ciudadanos inocentes y especialmente para introducir la censura, el rechazo del pensamiento libre ajeno a una corrección política intransigente”.
El supuesto antifranquismo de las instituciones políticas y civiles que han apoyado al procés va del mismo palo. Los indepes han tratado de convertir a las víctimas del pasado en héroes del presente. Pervierten lo que fue una causa justa para apoderarse de sus símbolos. Su República cancela nuestra libertad y nos discrimina. Llegados a este punto, las cuestiones sociales complejas se reducen desgraciadamente a una certidumbre moral demoledora. EEUU, por ejemplo, ha sido el epicentro de una corriente mundial con denuncias irreales de sexismo, capaces de mentir y esconder su móvil real: el puritanismo.
Nuestros sabios hablan del peligro que entrañan las patrañas facilonas de los radicales. Denuncian falsas aventuras recaídas sobre los hombros del ciudadano medio; y señalan vías improvisadas como la de Cayetana Álvarez de Toledo, con su propuesta de gran coalición PSOE-PP, “entre los socialdemócratas y el espacio liberal-conservador”. Fue su último grito, un segundo antes de ser defenestrada por su jefe, Pablo Casado, al paso de “tu libertad atenta contra mi autoridad”. Pero algo de razón tenía ella cuando se erigió en defensora de las discusiones “intensas e incluso hirientes, vengan de donde vengan”. En su última entrevista, como portavoz del PP en el Congreso, Cayetana propuso ensanchar el espacio español de la razón. Brillante, pero tardío. Desgraciadamente, su pacto nacional, sin intervención de los nacionalistas, es como defender una preocupación teológica sin una teología que la sustente.
Cayetana no es Ludwig Erhard, el padre de la Economía Social de Mercado, que definió las grandes coaliciones del país teutón. No podemos frivolizar ante la rotundidad de la Carta Magna: cuanto más se ataque al orden constitucional del 78, más alto debemos situar su pedestal.