Desde la instauración de la democracia hace más de cuarenta años, el desarrollo político y administrativo del país se ha incrementado desproporcionadamente en casi todos los ámbitos: local (ayuntamientos), comarcal (consejos), provincial (diputaciones), autonómico (comunidades autónomas), estatal y europeo. Además, todas estas administraciones han ido creando y desarrollando otros entes públicos como agencias estatales, áreas geográficas, cabildos, zonas portuarias o metropolitanas, consorcios, empresas públicas, autoridades, sindicatos, patronales, etc..
Por razones obvias, la clase política favorece dicho crecimiento pues allí encuentra sus oportunidades de desarrollo personal y partidista, esperando así ansiosamente su turno de gobierno en alguna administración en la continua rotación entre los diferentes partidos políticos, cada vez más dedicados a la confrontación y luchas electoralistas y menos al buen gobierno de sus ciudadanos. Además, dentro de cada partido político, el aparato hace imposible la regeneración ideológica por lo que los relevos de liderazgo son nulos a la práctica, y si por casualidad, surge una espontánea iniciativa ciudadana de cambio, ésta es rápidamente subvencionada y canalizada a la incorporación en algún partido existente o en la creación de un nuevo partido político que es invitado a participar en el sistema y a un nuevo reparto de poder en función de sus resultados electorales.
Toda esta mastodóntica administración regula intensamente cualquier actividad privada por nimia que sea, decretando a diario desde todos los ámbitos administrativos y geográficos el comportamiento de sus ciudadanos, actuando sin coherencia y uniformidad ante el desconcierto constante de los mismos, que cada vez ven más cerca el inevitable colapso del sistema por su propia degeneración. El afán de monitorizar toda la actividad privada, con la desaparición del dinero efectivo, la geolocalización de los ciudadanos, la obligación de informar de cualquier transacción o movimiento, permitirá el control político y administrativo de todos los ciudadanos que verán mermadas sus libertades y se convertirán en partes dependientes del sistema, hasta que hartos despierten de su inopia y exijan cambios radicales.
Con el pretexto de cubrir el estado de bienestar de la ciudadanía, la Administración ha ido incrementando cada vez más el gasto público que se ha ido repartiendo entre la extensa red de administraciones donde la clase política tan bien se desarrolla, y no suficiente con la recaudación anual del país, ésta ha necesitado además endeudar a las siguientes generaciones de ciudadanos que deberán trabajar para cubrir tal despropósito hasta la próxima revolución en la granja.